"En un lugar no muy lejano, sino cercano hay una Wawaqutu, que teje historias con palabras fértiles, con pulsiones suaves. Un remedio capaz de reparar y recuperar cualquier ilusión perdida. Prepárate para descubrir lo inesperado en tu corazón. Presta atención y escucha con el oído del alma… Había una vez...”

sábado, 1 de mayo de 2010

AFROPALABRAAAAAA


Se viene el Afropalabra y Wawaqutu estará allí. No se pueden perder este evento que promete ponerte en ritmo, así que este miercoles 5 de mayo, alista todo para que llegues a las 7 de la noche a la casa de Flora Tristan y cojas tu asiento porque el que se queda, pierde.

Y lo mejor es que ¡¡¡GRATIS!!!

BARAKIKEÑO Y EL PAVO REAL
De Teresa Cárdenas

Agueni, el pavo real, era una criatura preciada: sólo en su amplio y desplegado plumaje podía preciarse el principio y el fin del universo. Olofi, el Creador de Todo lo que Vive y Muere, lo había construido con sus propias manos, amorosamente, dibujando cada porción de su cuerpo con extremo cuidado y delicadeza. Debido a tanto esmero, el pavo real había quedado realmente hermoso.
Todos admiraban la perfección de sus formas, y la intensidad y profusión de sus colores. Pero algunos no resistían que fuera el predilecto del Creador que, extasiado con su pájaro mágico, desatendía al resto de las criaturas.
Al pavo real, en cambio, nada le faltaba. En apariencia tenía lo que deseaba para ser feliz. Todos sus deseos eran hechos realidad en el acto.
En alguna ocasión, para probar a Olofi, le dijo:
- Babá, quiero pantanos en tu palacio.
El Creador era pulcro, meticuloso en sus costumbres. Las cosas a su alrededor debía permanecer en un orden equilibrado, perfecto. Sus ropas se mantenían escrupulosamente limpias y alisadas. Desde los cauris de su trono hasta las doscientas plumas de su corona, todo era inmaculado, casto, puro. Incluso el suelo de su palacio estaba cubierto por los vellones más albos y suaves del árbol del algodón. Sin embargo, atento al capricho de su Agueni, no dudo un instante en complacerlo.
De un gesto, hizo inundar con enormes cenagales la superficie tersa y transparente de su morada. Enjambres de moscones, mosquitos y otros insectos surcaron el aire zumbando furiosamente. El ambiente acrisolado, que parecía envolverlo todo, se ennegreció como la tierra pantanosa del fondo de las lagunas. Flores de color lúgubre esparcieron sus pestilencias por los aposentos del palacio. Todo era pútrido, inmundo, nauseabundo.
Halagado, Agueni sonrió: sólo con pedirlo, podía obtener lo que quisiera de Olofi.
Lo único que no se le concedía era la libertad. Debía permanecer encerrado en palacio, lejos del sol y los demás seres vivientes. Y jamás, ni siquiera en sueños, podía abrir sus prodigiosas plumas ante otro que no fuera el Creador. De hacerlo, le costaría la vida.
A menudo, Agueni le preguntaba:
- ¿Por qué no me liberas, Babá?
Pero Olofi nunca le respondía. No se le ocurría que su ave dorada saliera con las demás criaturas. Temía perderla para siempre.
Un día en que Olofi deseó conocer el futuro del Hombre, criatura a la que había diseñado poco tiempo atrás, llamó al pavo real para consultar su plumaje profético. Pero este no acudió. Confuso, lo buscó por los pasillos y aposentos. Al no encontrarlo, envió de urgencia un ejército de zunzunes para que exploraran el Reino de la Nubes. Otro de delfines para escudriñar el fondo de los mares. Y un tercero de reptiles y caracoles hacia los bosques y el mundo subterráneo.
Fue inútil. Los ejércitos regresaron días después, extenuados por el cansancio y sin noticias de Agueni.
Tristísimo, el Creador no atinaba cómo seguir adelante. En cuanto Olorun, el Sol, despuntaba en el horizonte, corría al aposento vacío de Agueni y permanecía allí, en silencio, esperando angustiado su regreso hasta que Irawo, la estrella más reluciente, traía de vuelta la noche. Sólo entonces, afiebrado y susurrante, Olofi regresaba dando tumbos a su alcoba, donde terribles pesadillas le impedían descansar como necesitaba.
A la mañana siguiente, todo volvía a repetirse. Y a la otra, y a la otra. Hasta que el Creador enfermó tan gravemente que no pudo levantarse de su lecho.
Fuera del palacio, la evolución de la Tierra se detuvo. Por doquier abundaban las cosas a medio hacer: a los árboles no les crecían las ramas ni flores; los frutos aún no tenían sabores ni formas definidos; de los ríos sólo eran visibles los lechos pedregosos y húmedos; las criaturas vivientes, sin extremidades ni sonrisas, parecían graves esperpentos al borde de los caminos.
La Creación sufría el abandono de su hacedor. Olofi, demacrado, y sin fuerzas para reaccionar, se estaba convirtiendo en el destructor de un universo que él había construido para glorificar la belleza de la vida.
Y ahora que no podía ver el futuro, ¿qué pasaría?- se preguntaban todos con inquietud-. ¿Terminaría de inventar las criaturas que habitaban sólo en sus sueños o sería el fin de la Creación?
Mientras el desconcierto y la intranquilidad dominaban la Tierra, el Creador seguía debilitándose en su palacio remoto, sin esperanza ni consuelo.
El rumor de la desaparición del ave mágica corrió rápidamente por los caminos y llegó a Barakikeño, el Cazador, en lo profundo de la floresta donde habitaba.
Barakikeño tenía cuerpo de anciano y rostro de niño. Se alimentaba de frutas y poseía un colorido garabato con el que apartaba las ramas cuando se internaba en la espesura.
Al enterarse de la desaparición de Agueni, el niño-anciano fue a ver al Creador. Pero como estaba sucio, desarreglado, con el pelo rizado lleno de ramas y polvo de los senderos, no lo dejaron pasar al palacio. Parecía un mendigo.
Entonces, Barakikeño hizo uso de sus poderes y, convertido en un ratón, logró traspasar las enormes puertas del castillo. Frente a la alcoba del Creador encontró una aglomeración de hechiceros, adivinos y agoreros. Pero estos, en vez de ocuparse en unir sus artes para curar la melancolía de Olofi, discutían y rivalizaban entre sí para hacer valer sus profecías y hechizos.
- ¡Haré un pavo real de agua y espuma! ¡Será mucho más hermoso que Agueni! – Decía el Hechicero de los Océanos agitando su iruke de conchas marinas.
- ¡No será tan bello como el mío! – replicaba el Adivino del Desierto -. ¡Salvaré a Olofi con cientos de pájaros de arena!
- ¿Qué dicen? – replicó el Agorero del fuego -. Sus pájaros no salvarán a Babá. En cambio yo, con mi habilidad haré un pavo real que tendrá el resplandor de un relámpago. Mi pájaro despertará finalmente a Olofi.
Y así, sin ponerse de acuerdo, todos se vanagloriaban de ser excelentes magos, mientras que en el interior del aposento, el Creador seguía agonizando.
Barakikeño, aún de ratón, recorrió el palacio en busca de alguna huella de Agueni. Pero ni en los rincones ni en los pasillos, ni en los numerosos jardines y pequeños lagos, ni en las fuentes de agua límpida y dulce, ni en las restantes habitaciones había nada.
Entonces, decidió entrar al aposento de Olofi. Era el único sitio que faltaba por revisar. Pero ¿cómo hacerlo? Tras las puertas, como estatuas vivientes, permanecían siete sirenas guerreras – siempre vigilantes- con los ojos de fuego y hielo que pulverizaban a quienes miraran. Y no sólo eso: alrededor de Olofi brillaba una aureola que lo cubría completo y lo hacía inaccesible.
Resuelto a ayudar al Creador a pesar del peligro, Barakikeño se mostró tal como era ante los magos y, para evitar que estos lo fulminaran con alguna de sus maldiciones, rayos o encantamientos, chifló tan fuerte que deshizo sus enigmáticos bastones. Los magos, temiendo se atacados por espíritus malignos, huyeron en desbandada.
El niño-anciano, seguro de sí, se dirigió al aposento de Olofi y empujando suavemente las puertas, logró que estas se abrieran de par en par.
De inmediato, blandiendo sus arcos y flechas, las sirenas guerreras agitaron con ferocidad sus colas en el aire. Pero el osado visitante no las miró y, girando vertiginosamente su garabato lleno de cascabeles y cintas de colores, avanzó en dirección al Creador.
- ¿Qué buscas, Barakikeño? ¿Por qué entras en mi aposento? – dijo Olofi, y las sirenas, de súbito, se volvieron a convertirse en estatuas.
- ¡Busco al pavo real! ¡Sólo tú puedes tenerlo!- le respondió decidido el Cazador.
- ¿Qué dices? ¿Acaso ignoras que mandé a buscarlo por toda la Creación? ¡Agueni era mi más preciada criatura!
- Lo sé. De tanto quererlo, le has impedido ser él mismo. Tu egoísmo ha maltrecho su deseo de volar, y pronto, si no lo liberas, se convertirá en la criatura más triste de tu reino- afirmó Barakikeño.
El Creador miró airado al niño-anciano.
- ¡Insolente! ¿Olvidas quién soy?
- Babá, sólo quiero ayudarte a encontrar a Agueni.
- ¿Y qué puedes hacer tú, que eres arrugado como un viejo y pequeño como un niño? ¿De qué manera conseguirás ayudarme cuando tienes tantas imperfecciones?
Entonces, apuntando con su garabato al Creador de Todo lo que Vive y Muere, Barakikeño exclamó con én-fasis:
- ¡Guali, ajuani Agueni, guali!
El tintineo de los cascabeles estremeció a Olofi de pies a cabeza, su aureola se deshizo. De súbito, el pavo real mágico emergió de su pecho como de una nube.
Ya en el suelo, Agueni, atontado, sacudió sus alas y abrió su cola esplendorosa.
Asombrado, el Creador tuvo que reconocer las virtudes de Barakikeño.
- Sin duda ¡eres la más sabia de mis criaturas! Has visto lo que ni siquiera yo pude descifrar. Desde ahora cuidaré las puertas de mi palacio y serás mi mensajero. Nadie podrá ofenderte ni desobedecerte, porque cuando hables serán mis palabras las que se escuchen. Vivirás en mi palacio o en el monte, donde desees. Y aunque haya otras criaturas más grandes y poderosas, tú serás el primero de todos. Tu astucia y valor se han ganado este privilegio. En cuanto a Agueni, ¡lo dejaré libre! Me has hecho comprender que las criaturas libres son siempre más hermosas que las que no pueden decidir su destino.
Fue así que el pavo real obtuvo su linaje y, aunque Olofi le hizo perder su condición mágica de predecir el futuro, lo elogiaron en todas partes como lo que era: el ave más hermosa de la Creación.
Por su parte, Barakikeño, el Cazador, permaneció durante muchos años protegiendo las puertas del palacio de Olofi hasta que un día decidió regresar al monte.
Dicen que sus cascabeles aún se oyen, sobre todo cuando alguien se siente atrapado o triste, pues sólo él, con su prodigioso garabato, consigue descubrir lo que hay oculto en el corazón de cada criatura.
Dibujo en Photoshop de Aixa

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