"En un lugar no muy lejano, sino cercano hay una Wawaqutu, que teje historias con palabras fértiles, con pulsiones suaves. Un remedio capaz de reparar y recuperar cualquier ilusión perdida. Prepárate para descubrir lo inesperado en tu corazón. Presta atención y escucha con el oído del alma… Había una vez...”

domingo, 26 de diciembre de 2010

EL ÁNGEL MÁS PEQUEÑO

Hace mucho tiempo, mucho antes de que naciera cualquiera de los que viven ahora, no había época de Navidad: no había árboles navideños decorados alegremente, ni regalos de navidad, ni gente que cantara Villancicos bajo la nieve de una noche de diciembre. Era así porque no había nacido Jesús en un humilde portal de Belén.

Claro que existía el cielo, el hogar de gloriosos ángeles que volaban entre las nubes con hermosas alas brillantes. Llevaban largas y ligeras túnicas blancas, y su cabello dorado caía en ondas y rizos hasta sus espaldas.

Eran altos, fuertes y veloces... todos, excepto el ángel más pequeño, quien era chiquitito y tenía caireles cortos y rubios. Acababa de recibir sus alas y apenas estaba aprendiendo a volar.

Un día, el arcángel Gabriel hizo un anuncio de gran importancia. "Esta noche", declaró con voz resonante, "¡volaremos a la tierra para honrar el nacimiento del Príncipe de la Paz! ¡Cantaremos himnos en todo el mundo, llevando alientos de gran alegría!"

El ángel más pequeño saltó de emoción. ¡Hoy sería la noche de la que tanto había escuchado hablar! Durante semanas, los ángeles mayores habían planeado una espléndida celebración.

¿Le permitirían ir con ellos? El canto del ángel pequeño aún era débil, pero tenía un problema todavía peor: no podía volar tan rápido como los demás. No resultaría muy fácil ir.

"A menos que me adelante", pensó, y esto lo animó. "Si me voy ahora, llegaré a Belén antes que los demás. ¡ Se sorprenderán al verme ahí!"

En ese momento, el ángel más pequeño se paseaba junto al mar cristalino del cielo. En la orilla había miles de flores con centro dorado y cinco pétalos de color blanco perla.
La flores de estrellas eran consideradas en la Tierra como símbolo de esperanza, y seguramente serían un lindo regalo para el bebé recién nacido. Así que el ángel más pequeño tomó un puñado y las acomodó en el cordón de su túnica.

Era el momento de probar sus alas de una forma en que nunca antes lo había hecho. El ángel más pequeño se deslizó por el aire. Entonces las alas comenzaron a moverse, y se dirigió al planeta Tierra que estaba abajo.
Cuando el ángel más pequeño aterrizó, miró a su alrededor. ¿Dónde estaba Belén? Era la puesta del sol y no veía a nadie. Pero a la distancia distinguió una aldea con casas hechas de adobe y piedra, así que se puso en marcha por el sendero de tierra que llevaba a ella.

En su camino, el ángel más pequeño escuchó un lastimoso sonido que venía de un olivo cercano. La mamá paloma estaba piando con tristeza desde lo alto de una rama. Debajo, su bebé, que había caído del nido, estaba tratando de volar pero sin éxito. Era demasiado pequeño. El ángel más pequeño recogió al pajarito.

"Pobrecito", dijo. El ángel más pequeño voló y puso al pichón suavemente en el nido. La madre se lo agradeció con todo su corazón. Una flor de estrellas cayó del cordón del ángel más pequeño y se posó en el lugar donde el palomo había caído. De pronto, una campana sonó en la anoche invernal.
El ángel más pequeño llegó hasta una choza que tenía un solo cuarto y se asomó por una ventana. Ahí una joven madre miraba fatigada a su pequeño hijo, que dormía intranquilo en una cuna.
El ángel más pequeño pudo ver que la piel del niño estaba roja y húmeda, y que mechones de cabello caían sobre sus mejillas y frente. La madre mecía la cuna y lloraba en silencio.

El niño abrió sus febriles ojos y sonrió cuando el ángel más pequeño entró de puntillas. El ángel puso su fresca mano sobre la frente del niño, y la fiebre desapareció instantáneamente. Al poco rato el niño cerró los ojos y durmió profundamente.

Cuando el ángel más pequeño caminó hasta la puerta, unas cuantas flores cayeron de su cordón, y se oyó sonar una segunda campanada. Ya había oscurecido, así que se fue de la aldea y continuó por el camino.

Al ángel más pequeño le dolían demasiado las alas como para volar. No tenía idea de adónde se dirigía, y estaba tan cansado que casi olvida para qué había ido a la Tierra.

También estaba perdido. ¿Dónde se hallaba Belén? El ángel más pequeño no parecía estar más cerca del final de su viaje que cuando comenzó, y ahora sólo le quedaba una flor. Esto lo inquietaba. "¿Qué pasará si pierdo ésta también?", pensó. "No tendré nada que darle a Jesús."

Para empeorar las cosas, el ángel más pequeño se golpeó el pie contra una piedra del camino. Saltó por todos lados, sosteniendo el pie lastimado. De repente, sobre él pasó volando un ejército de ángeles que cantaban: "¡Gloria a Dios en las alturas, y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad!"

"¡Oh, no!", exclamó el ángel más pequeño. "¡Ya es demasiado tarde!"

Poco después, el ángel más pequeño escuchó un balido en las cercanías. Entre unos arbustos, junto al camino, había un corderito con la pata delantera rota. Sintió lástima por el sufrimiento del animal y lo levantó en sus brazos.

"Ven conmigo a Belén", dijo el ángel, "¡bueno, si es que puedo encontrarlo!" La última flor se deslizó de su cordón sin que se diera cuenta y cayó en el camino de tierra. Una tercera campanada sonó en la noche.

El ángel más pequeño llevó su lastimada carga por el camino, y cada vez le parecía más pesada. Sus brazos y piernas le dolían por la fatiga. En el momento en que pensó que se detendría a descansar, el ángel más pequeño vio una luz que brillaba a lo lejos. Al acercarse más, descubrió que parecía venir de un establo.

"Nos detendremos ahí", le susurró el ángel más pequeño al cordero, que se había dormido en sus brazos.

Cuando el ángel y su corderito estaban muy cerca del establo, fueron recibidos por escenas y sonidos asombrosos.

En el lugar se habían reunido varias personas. La mayoría eran pobres y humildes, pero habían tres hombres montados en camellos y vestidos con ropa muy elegante, que llevaban regalos costosos. La gente estaba extrañamente callada, pero de vez en cuando el ángel más pequeño escuchaba murmullos en lenguas extrañas.

Arriba, en la aterciopelada oscuridad, volaban ejércitos de ángeles dentro de un claro esplendor. Algunos cantaban himnos, mientras otros tocaban brillantes trompetas de bronce.

En lo alto brillaba una sola estrella, más fija y deslumbrante que cualquier otra que el ángel más pequeño hubiera visto.

El ángel más pequeño atrevsó el iluminado portal del establo y se quedó tan asombrado por lo que vio que casi cae al cordero.

Ahí, en la paja, estaba sentada una pálida pero hermosa joven que sostenía un bebé recién nacido en sus brazos. Un hombre barbado que llevaba ropa sucia por el viaje los contemplaba. El ángel más pequeño se dio cuenta de inmediato que estaba en la presencia de Jesús y sus padres, María y José. Colocó al cordero en la paja y buscó su última flor, ¡pero no la tenía!

María le sonrió cariñosamente al ángel más pequeño, "Sé lo que estás pensando", dijo dulcemente "pero has traído un regalo mucho más grande: una criatura necesitada". El bebé Jesús se estiró, y con su mano regordeta, tocó la pierna del cordero. De inmediato el animal se levantó de un saltó y brincó por todos lados.

"Y no sólo eso", agregó María. "Tus buenas acciones han hecho que la Campana del Amor repique tres veces esta noche. Por ello, pedí que nos visitaras cada año y trajeras música a la gente de buena voluntad!"

El ángel más pequeño se llenó de regocijo. ¡Qué responsabilidad tan grande para alguien tan pequeño! Voló de regreso al cielo a toda velocidad.

Y cada Navidad, escucharás sonar esta campana mágica... es decir, ¡si has sido amable y bueno durante todo el año!

miércoles, 1 de diciembre de 2010

EL POTRO SALVAJE


De Horacio Quiroga.

Era un caballo, un joven potro de corazón ardiente, que llegó del desierto a la ciudad a vivir del espectáculo de su velocidad.

Ver correr a aquel animal era, en efecto, un espectáculo considerable. Corría con la crin al viento y el viento en sus dilatadas narices. Corría, se estiraba; se estiraba más aún, y el redoble de sus cascos en la tierra no se podía medir. Corría sin reglas ni medida, en cualquier dirección del desierto y a cualquier hora del día. No existían pistas para la libertad de su carrera, ni normas para el despliegue de su energía. Poseía extraordinaria velocidad y un ardiente deseo de correr. De modo que se daba todo entero en sus disparadas salvajes y ésta era la fuerza de aquel caballo.


A ejemplo de los animales muy veloces, el joven potro tenía muy pocas aptitudes para el arrastre. Tiraba mal, sin coraje, ni bríos, ni gusto. Y como en el desierto apenas alcanzaba el pasto para sustentar a los caballos de pesado tiro, el veloz animal se dirigió a la ciudad para vivir de sus carreras.

En un principio entregó gratis el espectáculo de su gran velocidad, pues nadie hubiera pagado una brizna de paja por verlo -ignorantes todos del corredor que había en él-. En bellas tardes, cuando las gentes poblaban los campos inmediatos a la ciudad -y sobre todo los domingos-, el joven potro trotaba a la vista de todos, arrancaba de golpe, deteníase, trotaba de nuevo humeando el viento para lanzarse al fin a toda velocidad, tendido en una carrera loca que parecía imposible superar y que superaba a cada instante, pues aquel joven potro, como hemos dicho, ponía en sus narices, en sus cascos y en su carrera todo su ardiente corazón.


Las gentes quedaron atónitas ante aquel espectáculo que se apartaba de todo lo que acostumbraban ver, y se retiraron sin apreciar la belleza de aquella carrera.

-No importa -se dijo el potro alegremente-. Iré a ver un empresario de espectáculos, y ganaré, entretanto lo suficiente para vivir.

De qué había vivido hasta entonces en la ciudad apenas él podía decirlo. De su propia hambre seguramente y de algún desperdicio desechado en el portón de los corralones. Fue, pues, a ver a un organizador de fiestas.

-Yo puedo correr ante el público -dijo el caballo-, si me pagan por ello. No sé qué puedo ganar; pero mi modo de correr ha gustado a algunos hombres.

-Sin duda, sin duda... -le respondieron-. Siempre hay algún interesado en estas cosas... No es cuestión, sin embargo, de que se haga ilusiones. .. Podríamos ofrecerle, con un poco de sacrificio de nuestra parte...

El potro bajó los ojos hacia la mano del hombre, y vio lo que le ofrecían: era un montón de paja, un poco de pasto ardido y seco.

-No podemos más... Y así mismo...

El joven animal consideró el puñado de pasto con que se pagaban sus extraordinarias dotes de velocidad, y recordó las muecas de los hombres ante la libertad de su carrera, que cortaba en zig-zag las pistas trilladas.

-No importa -se dijo alegremente-. Algún día se divertirán. Con este pasto ardido podré, entretanto, sostenerme. Y aceptó contento, porque lo que él quería era correr.

Corrió, pues, ese domingo y los siguientes, por igual puñado de pasto cada vez, y cada vez dándose con toda el alma en su carrera. Ni un solo momento pensó en reservarse, engañar, seguir las rectas decorativas por halago de los espectadores, que no comprendían su libertad. Comenzaba al trote, como siempre, con las narices de fuego y la cola en arco; hacía resonar la tierra en sus arranques, para lanzarse por fin a escape a campo traviesa, en un verdadero torbellino de ansia, polvo y tronar de cascos. Y por premio, su puñado de pasto seco, que comía contento y descansado después del baño.

A veces, sin embargo, mientras trituraba con su joven dentadura los duros tallos, pensaba en las repletas bolsas de avena que veía en las vidrieras, en la gula de maíz y alfalfa olorosa que desbordaba de los pesebres.

-No importa -se decía alegremente-. Puedo darme por contento con este rico pasto-.Y continuaba corriendo con el vientre ceñido de hambre, como había corrido siempre.


Poco a poco, sin embargo, los paseantes de los domingos se acostumbraron a su libertad de carrera, y comenzaron a decirse unos a otros que aquel espectáculo de velocidad salvaje, sin reglas ni cercas, causaba una bella impresión.

-No corre por las sendas como es costumbre -decían-, pero es muy veloz. Tal vez tiene ese arranque porque se siente más libre fuera de las pistas trilladas. Y se emplea a fondo.

En efecto, el joven potro, de apetito nunca saciado y que obtenía apenas de qué vivir con su ardiente velocidad, se empleaba a fondo por un puñado de pasto, como si esa carrera fuera la que iba a consagrarlo definitivamente. Y tras el baño, comía contento su ración -la ración basta y mínima del más oscuro de los más anónimos caballos-.

-No importa -se decía alegremente-. Ya llegará el día en que se diviertan.

El tiempo pasaba, entre tanto. Las voces cambiadas entre los espectadores cundieron por la ciudad, traspasaron sus puertas, y llegó por fin un día en que la admiración de los hombres se asentó confiada y ciega en aquel caballo de carrera. Los organizadores de espectáculos llegaron en tropel a contratarlo, y el potro, ya de edad madura, que había corrido toda su vida por un puñado de pasto, vio tendérsele, en disputa, apretadísimos fardos de alfalfa, macizas bolsas de avena y maíz -todo en cantidad incalculable- por el solo espectáculo de su carrera.

Entonces el caballo tuvo por primera vez un pensamiento de amargura, al pensar en lo feliz que hubiera sido en su juventud si le hubieran ofrecido la milésima parte de lo que ahora le introducían gloriosamente en el gaznate.

-En aquel tiempo -se dijo melancólicamente-, un sólo puñado de alfalfa como estímulo, cuando mi corazón saltaba de deseos de correr, hubiera hecho de mí el más feliz de los seres. Ahora estoy cansado.

En efecto, estaba cansado. Su velocidad era, sin duda la misma de siempre y el mismo espectáculo de su salvaje libertad. Pero no poseía ya el ansia de correr de otros tiempos. Aquel vibrante deseo de tenderse a fondo, que antes ci joven potro entregaba alegre por un montón de paja, precisaba ahora toneladas de exquisito forraje para despertar. El triunfante caballo pensaba largamente las ofertas, calculaba, especulaba finamente en sus descansos. Y cuando los organizadores se entregaban por último a sus exigencias, recién entonces sentía deseos de correr. Corría entonces como él sólo era capaz de hacerlo; y regresaba a deleitarse ante la magnificencia del forraje ganado.

Cada vez, sin embargo, el caballo era más difícil de satisfacer, aunque los organizadores hicieran verdaderos sacrificios para excitar, adular, comprar aquel deseo de correr que moría bajo la presión del éxito. Y el potro comenzó entonces a temer por su prodigiosa velocidad, si la entregaba toda en cada carrera. Corrió, entonces, por primera vez en su vida, reservándose, aprovechándose cautamente del viento y las largas sendas regulares. Nadie lo notó -o por ello fue acaso más aclamado que nunca- pues se creía ciegamente en su salvaje libertad para correr. Libertad... No, ya no la tenía. La había perdido desde el primer instante en que reservó sus fuerzas para no flaquear en la carrera siguiente. No corrió más a campo traviesa, ni contra el viento. Corrió sobre sus propios rastros más fáciles, sobre aquellos zigzags que más ovaciones habían arrancado. Y en el miedo, siempre creciente, de agotarse, llegó un momento en que el caballo de carrera aprendió a correr con estilo, engañando, escarceando cubierto de espuma por las sendas más trilladas. Y un clamor de gloria lo divinizó.

Pero dos hombres que contemplaban aquel lamentable espectáculo, cambiaron algunas tristes palabras.

-Yo lo he visto correr en su juventud -dijo el primero-, y si uno pudiera llorar por un animal, lo haría en recuerdo de lo que hizo este mismo caballo cuando no tenía qué comer.

-No es extraño que lo haya hecho antes -dijo el segundo-. Juventud y Hambre son el más preciado don que puede conceder la vida a un fuerte corazón.

Joven potro: tiéndete a fondo en tu carrera, aunque apenas se te dé para comer. Pues si llegas sin valor a la gloria y adquieres estilo para trocarlo fraudulentamente por pingüe forraje, te salvará el haberte dado un día todo entero por un puñado de pasto.

Publicado en "El desierto", Buenos Aires, 1996.

El dibujo es un boceto de Pablo Picasso para la obra Guernica llamado "Cabeza de caballo" .