"En un lugar no muy lejano, sino cercano hay una Wawaqutu, que teje historias con palabras fértiles, con pulsiones suaves. Un remedio capaz de reparar y recuperar cualquier ilusión perdida. Prepárate para descubrir lo inesperado en tu corazón. Presta atención y escucha con el oído del alma… Había una vez...”

domingo, 26 de diciembre de 2010

EL ÁNGEL MÁS PEQUEÑO

Hace mucho tiempo, mucho antes de que naciera cualquiera de los que viven ahora, no había época de Navidad: no había árboles navideños decorados alegremente, ni regalos de navidad, ni gente que cantara Villancicos bajo la nieve de una noche de diciembre. Era así porque no había nacido Jesús en un humilde portal de Belén.

Claro que existía el cielo, el hogar de gloriosos ángeles que volaban entre las nubes con hermosas alas brillantes. Llevaban largas y ligeras túnicas blancas, y su cabello dorado caía en ondas y rizos hasta sus espaldas.

Eran altos, fuertes y veloces... todos, excepto el ángel más pequeño, quien era chiquitito y tenía caireles cortos y rubios. Acababa de recibir sus alas y apenas estaba aprendiendo a volar.

Un día, el arcángel Gabriel hizo un anuncio de gran importancia. "Esta noche", declaró con voz resonante, "¡volaremos a la tierra para honrar el nacimiento del Príncipe de la Paz! ¡Cantaremos himnos en todo el mundo, llevando alientos de gran alegría!"

El ángel más pequeño saltó de emoción. ¡Hoy sería la noche de la que tanto había escuchado hablar! Durante semanas, los ángeles mayores habían planeado una espléndida celebración.

¿Le permitirían ir con ellos? El canto del ángel pequeño aún era débil, pero tenía un problema todavía peor: no podía volar tan rápido como los demás. No resultaría muy fácil ir.

"A menos que me adelante", pensó, y esto lo animó. "Si me voy ahora, llegaré a Belén antes que los demás. ¡ Se sorprenderán al verme ahí!"

En ese momento, el ángel más pequeño se paseaba junto al mar cristalino del cielo. En la orilla había miles de flores con centro dorado y cinco pétalos de color blanco perla.
La flores de estrellas eran consideradas en la Tierra como símbolo de esperanza, y seguramente serían un lindo regalo para el bebé recién nacido. Así que el ángel más pequeño tomó un puñado y las acomodó en el cordón de su túnica.

Era el momento de probar sus alas de una forma en que nunca antes lo había hecho. El ángel más pequeño se deslizó por el aire. Entonces las alas comenzaron a moverse, y se dirigió al planeta Tierra que estaba abajo.
Cuando el ángel más pequeño aterrizó, miró a su alrededor. ¿Dónde estaba Belén? Era la puesta del sol y no veía a nadie. Pero a la distancia distinguió una aldea con casas hechas de adobe y piedra, así que se puso en marcha por el sendero de tierra que llevaba a ella.

En su camino, el ángel más pequeño escuchó un lastimoso sonido que venía de un olivo cercano. La mamá paloma estaba piando con tristeza desde lo alto de una rama. Debajo, su bebé, que había caído del nido, estaba tratando de volar pero sin éxito. Era demasiado pequeño. El ángel más pequeño recogió al pajarito.

"Pobrecito", dijo. El ángel más pequeño voló y puso al pichón suavemente en el nido. La madre se lo agradeció con todo su corazón. Una flor de estrellas cayó del cordón del ángel más pequeño y se posó en el lugar donde el palomo había caído. De pronto, una campana sonó en la anoche invernal.
El ángel más pequeño llegó hasta una choza que tenía un solo cuarto y se asomó por una ventana. Ahí una joven madre miraba fatigada a su pequeño hijo, que dormía intranquilo en una cuna.
El ángel más pequeño pudo ver que la piel del niño estaba roja y húmeda, y que mechones de cabello caían sobre sus mejillas y frente. La madre mecía la cuna y lloraba en silencio.

El niño abrió sus febriles ojos y sonrió cuando el ángel más pequeño entró de puntillas. El ángel puso su fresca mano sobre la frente del niño, y la fiebre desapareció instantáneamente. Al poco rato el niño cerró los ojos y durmió profundamente.

Cuando el ángel más pequeño caminó hasta la puerta, unas cuantas flores cayeron de su cordón, y se oyó sonar una segunda campanada. Ya había oscurecido, así que se fue de la aldea y continuó por el camino.

Al ángel más pequeño le dolían demasiado las alas como para volar. No tenía idea de adónde se dirigía, y estaba tan cansado que casi olvida para qué había ido a la Tierra.

También estaba perdido. ¿Dónde se hallaba Belén? El ángel más pequeño no parecía estar más cerca del final de su viaje que cuando comenzó, y ahora sólo le quedaba una flor. Esto lo inquietaba. "¿Qué pasará si pierdo ésta también?", pensó. "No tendré nada que darle a Jesús."

Para empeorar las cosas, el ángel más pequeño se golpeó el pie contra una piedra del camino. Saltó por todos lados, sosteniendo el pie lastimado. De repente, sobre él pasó volando un ejército de ángeles que cantaban: "¡Gloria a Dios en las alturas, y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad!"

"¡Oh, no!", exclamó el ángel más pequeño. "¡Ya es demasiado tarde!"

Poco después, el ángel más pequeño escuchó un balido en las cercanías. Entre unos arbustos, junto al camino, había un corderito con la pata delantera rota. Sintió lástima por el sufrimiento del animal y lo levantó en sus brazos.

"Ven conmigo a Belén", dijo el ángel, "¡bueno, si es que puedo encontrarlo!" La última flor se deslizó de su cordón sin que se diera cuenta y cayó en el camino de tierra. Una tercera campanada sonó en la noche.

El ángel más pequeño llevó su lastimada carga por el camino, y cada vez le parecía más pesada. Sus brazos y piernas le dolían por la fatiga. En el momento en que pensó que se detendría a descansar, el ángel más pequeño vio una luz que brillaba a lo lejos. Al acercarse más, descubrió que parecía venir de un establo.

"Nos detendremos ahí", le susurró el ángel más pequeño al cordero, que se había dormido en sus brazos.

Cuando el ángel y su corderito estaban muy cerca del establo, fueron recibidos por escenas y sonidos asombrosos.

En el lugar se habían reunido varias personas. La mayoría eran pobres y humildes, pero habían tres hombres montados en camellos y vestidos con ropa muy elegante, que llevaban regalos costosos. La gente estaba extrañamente callada, pero de vez en cuando el ángel más pequeño escuchaba murmullos en lenguas extrañas.

Arriba, en la aterciopelada oscuridad, volaban ejércitos de ángeles dentro de un claro esplendor. Algunos cantaban himnos, mientras otros tocaban brillantes trompetas de bronce.

En lo alto brillaba una sola estrella, más fija y deslumbrante que cualquier otra que el ángel más pequeño hubiera visto.

El ángel más pequeño atrevsó el iluminado portal del establo y se quedó tan asombrado por lo que vio que casi cae al cordero.

Ahí, en la paja, estaba sentada una pálida pero hermosa joven que sostenía un bebé recién nacido en sus brazos. Un hombre barbado que llevaba ropa sucia por el viaje los contemplaba. El ángel más pequeño se dio cuenta de inmediato que estaba en la presencia de Jesús y sus padres, María y José. Colocó al cordero en la paja y buscó su última flor, ¡pero no la tenía!

María le sonrió cariñosamente al ángel más pequeño, "Sé lo que estás pensando", dijo dulcemente "pero has traído un regalo mucho más grande: una criatura necesitada". El bebé Jesús se estiró, y con su mano regordeta, tocó la pierna del cordero. De inmediato el animal se levantó de un saltó y brincó por todos lados.

"Y no sólo eso", agregó María. "Tus buenas acciones han hecho que la Campana del Amor repique tres veces esta noche. Por ello, pedí que nos visitaras cada año y trajeras música a la gente de buena voluntad!"

El ángel más pequeño se llenó de regocijo. ¡Qué responsabilidad tan grande para alguien tan pequeño! Voló de regreso al cielo a toda velocidad.

Y cada Navidad, escucharás sonar esta campana mágica... es decir, ¡si has sido amable y bueno durante todo el año!

miércoles, 1 de diciembre de 2010

EL POTRO SALVAJE


De Horacio Quiroga.

Era un caballo, un joven potro de corazón ardiente, que llegó del desierto a la ciudad a vivir del espectáculo de su velocidad.

Ver correr a aquel animal era, en efecto, un espectáculo considerable. Corría con la crin al viento y el viento en sus dilatadas narices. Corría, se estiraba; se estiraba más aún, y el redoble de sus cascos en la tierra no se podía medir. Corría sin reglas ni medida, en cualquier dirección del desierto y a cualquier hora del día. No existían pistas para la libertad de su carrera, ni normas para el despliegue de su energía. Poseía extraordinaria velocidad y un ardiente deseo de correr. De modo que se daba todo entero en sus disparadas salvajes y ésta era la fuerza de aquel caballo.


A ejemplo de los animales muy veloces, el joven potro tenía muy pocas aptitudes para el arrastre. Tiraba mal, sin coraje, ni bríos, ni gusto. Y como en el desierto apenas alcanzaba el pasto para sustentar a los caballos de pesado tiro, el veloz animal se dirigió a la ciudad para vivir de sus carreras.

En un principio entregó gratis el espectáculo de su gran velocidad, pues nadie hubiera pagado una brizna de paja por verlo -ignorantes todos del corredor que había en él-. En bellas tardes, cuando las gentes poblaban los campos inmediatos a la ciudad -y sobre todo los domingos-, el joven potro trotaba a la vista de todos, arrancaba de golpe, deteníase, trotaba de nuevo humeando el viento para lanzarse al fin a toda velocidad, tendido en una carrera loca que parecía imposible superar y que superaba a cada instante, pues aquel joven potro, como hemos dicho, ponía en sus narices, en sus cascos y en su carrera todo su ardiente corazón.


Las gentes quedaron atónitas ante aquel espectáculo que se apartaba de todo lo que acostumbraban ver, y se retiraron sin apreciar la belleza de aquella carrera.

-No importa -se dijo el potro alegremente-. Iré a ver un empresario de espectáculos, y ganaré, entretanto lo suficiente para vivir.

De qué había vivido hasta entonces en la ciudad apenas él podía decirlo. De su propia hambre seguramente y de algún desperdicio desechado en el portón de los corralones. Fue, pues, a ver a un organizador de fiestas.

-Yo puedo correr ante el público -dijo el caballo-, si me pagan por ello. No sé qué puedo ganar; pero mi modo de correr ha gustado a algunos hombres.

-Sin duda, sin duda... -le respondieron-. Siempre hay algún interesado en estas cosas... No es cuestión, sin embargo, de que se haga ilusiones. .. Podríamos ofrecerle, con un poco de sacrificio de nuestra parte...

El potro bajó los ojos hacia la mano del hombre, y vio lo que le ofrecían: era un montón de paja, un poco de pasto ardido y seco.

-No podemos más... Y así mismo...

El joven animal consideró el puñado de pasto con que se pagaban sus extraordinarias dotes de velocidad, y recordó las muecas de los hombres ante la libertad de su carrera, que cortaba en zig-zag las pistas trilladas.

-No importa -se dijo alegremente-. Algún día se divertirán. Con este pasto ardido podré, entretanto, sostenerme. Y aceptó contento, porque lo que él quería era correr.

Corrió, pues, ese domingo y los siguientes, por igual puñado de pasto cada vez, y cada vez dándose con toda el alma en su carrera. Ni un solo momento pensó en reservarse, engañar, seguir las rectas decorativas por halago de los espectadores, que no comprendían su libertad. Comenzaba al trote, como siempre, con las narices de fuego y la cola en arco; hacía resonar la tierra en sus arranques, para lanzarse por fin a escape a campo traviesa, en un verdadero torbellino de ansia, polvo y tronar de cascos. Y por premio, su puñado de pasto seco, que comía contento y descansado después del baño.

A veces, sin embargo, mientras trituraba con su joven dentadura los duros tallos, pensaba en las repletas bolsas de avena que veía en las vidrieras, en la gula de maíz y alfalfa olorosa que desbordaba de los pesebres.

-No importa -se decía alegremente-. Puedo darme por contento con este rico pasto-.Y continuaba corriendo con el vientre ceñido de hambre, como había corrido siempre.


Poco a poco, sin embargo, los paseantes de los domingos se acostumbraron a su libertad de carrera, y comenzaron a decirse unos a otros que aquel espectáculo de velocidad salvaje, sin reglas ni cercas, causaba una bella impresión.

-No corre por las sendas como es costumbre -decían-, pero es muy veloz. Tal vez tiene ese arranque porque se siente más libre fuera de las pistas trilladas. Y se emplea a fondo.

En efecto, el joven potro, de apetito nunca saciado y que obtenía apenas de qué vivir con su ardiente velocidad, se empleaba a fondo por un puñado de pasto, como si esa carrera fuera la que iba a consagrarlo definitivamente. Y tras el baño, comía contento su ración -la ración basta y mínima del más oscuro de los más anónimos caballos-.

-No importa -se decía alegremente-. Ya llegará el día en que se diviertan.

El tiempo pasaba, entre tanto. Las voces cambiadas entre los espectadores cundieron por la ciudad, traspasaron sus puertas, y llegó por fin un día en que la admiración de los hombres se asentó confiada y ciega en aquel caballo de carrera. Los organizadores de espectáculos llegaron en tropel a contratarlo, y el potro, ya de edad madura, que había corrido toda su vida por un puñado de pasto, vio tendérsele, en disputa, apretadísimos fardos de alfalfa, macizas bolsas de avena y maíz -todo en cantidad incalculable- por el solo espectáculo de su carrera.

Entonces el caballo tuvo por primera vez un pensamiento de amargura, al pensar en lo feliz que hubiera sido en su juventud si le hubieran ofrecido la milésima parte de lo que ahora le introducían gloriosamente en el gaznate.

-En aquel tiempo -se dijo melancólicamente-, un sólo puñado de alfalfa como estímulo, cuando mi corazón saltaba de deseos de correr, hubiera hecho de mí el más feliz de los seres. Ahora estoy cansado.

En efecto, estaba cansado. Su velocidad era, sin duda la misma de siempre y el mismo espectáculo de su salvaje libertad. Pero no poseía ya el ansia de correr de otros tiempos. Aquel vibrante deseo de tenderse a fondo, que antes ci joven potro entregaba alegre por un montón de paja, precisaba ahora toneladas de exquisito forraje para despertar. El triunfante caballo pensaba largamente las ofertas, calculaba, especulaba finamente en sus descansos. Y cuando los organizadores se entregaban por último a sus exigencias, recién entonces sentía deseos de correr. Corría entonces como él sólo era capaz de hacerlo; y regresaba a deleitarse ante la magnificencia del forraje ganado.

Cada vez, sin embargo, el caballo era más difícil de satisfacer, aunque los organizadores hicieran verdaderos sacrificios para excitar, adular, comprar aquel deseo de correr que moría bajo la presión del éxito. Y el potro comenzó entonces a temer por su prodigiosa velocidad, si la entregaba toda en cada carrera. Corrió, entonces, por primera vez en su vida, reservándose, aprovechándose cautamente del viento y las largas sendas regulares. Nadie lo notó -o por ello fue acaso más aclamado que nunca- pues se creía ciegamente en su salvaje libertad para correr. Libertad... No, ya no la tenía. La había perdido desde el primer instante en que reservó sus fuerzas para no flaquear en la carrera siguiente. No corrió más a campo traviesa, ni contra el viento. Corrió sobre sus propios rastros más fáciles, sobre aquellos zigzags que más ovaciones habían arrancado. Y en el miedo, siempre creciente, de agotarse, llegó un momento en que el caballo de carrera aprendió a correr con estilo, engañando, escarceando cubierto de espuma por las sendas más trilladas. Y un clamor de gloria lo divinizó.

Pero dos hombres que contemplaban aquel lamentable espectáculo, cambiaron algunas tristes palabras.

-Yo lo he visto correr en su juventud -dijo el primero-, y si uno pudiera llorar por un animal, lo haría en recuerdo de lo que hizo este mismo caballo cuando no tenía qué comer.

-No es extraño que lo haya hecho antes -dijo el segundo-. Juventud y Hambre son el más preciado don que puede conceder la vida a un fuerte corazón.

Joven potro: tiéndete a fondo en tu carrera, aunque apenas se te dé para comer. Pues si llegas sin valor a la gloria y adquieres estilo para trocarlo fraudulentamente por pingüe forraje, te salvará el haberte dado un día todo entero por un puñado de pasto.

Publicado en "El desierto", Buenos Aires, 1996.

El dibujo es un boceto de Pablo Picasso para la obra Guernica llamado "Cabeza de caballo" .

lunes, 29 de noviembre de 2010

ÍTACA


konstantino kavafis



Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca

debes rogar que el viaje sea largo,

lleno de peripecias, lleno de experiencias.


No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes,

ni la cólera del airado Posidón.

Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta

si tu pensamiento es elevado, si una exquisita

emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo.

Los lestrigones y los cíclopes

y el feroz Posidón no podrán encontrarte

si tú no los llevas ya dentro, en tu alma,

si tu alma no los conjura ante ti.


Debes rogar que el viaje sea largo,

que sean muchos los días de verano;

que te vean arribar con gozo, alegremente,

a puertos que tú antes ignorabas.

Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia,

y comprar unas bellas mercancías.


Acude a muchas ciudades del Egipto

para aprender, y aprender de quienes saben.


Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca:

llegar allí, he aquí tu destino.

Mas no hagas con prisas tu camino;

mejor será que dure muchos años,

y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla,

rico de cuanto habrás ganado en el camino.


No has de esperar que Ítaca te enriquezca:

Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje.

Sin ella, jamás habrías partido;

mas no tiene otra cosa que ofrecerte.


Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado.

Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia,

sin duda sabrás ya qué significa la Ítaca.


Ilustración de Michael Zancan, ver sus trabajos en http://zancan.deviantart.com/gallery/

miércoles, 24 de noviembre de 2010

OUT OF SIGHT

OUT OF SIGHT es un proyecto de graduación de la Universidad Nacional de las Artes de Taiwan: Ya-Ting Yu (director), Ya- Hsuan Yeh (composición y color) y Ling Chung (animación y color).

Es la Historia de una pequeña niña ciega, que al ser robada encuentra y crea gracias a su imaginación un nuevo mundo. ¡¡Disfruten de esta aventura junto a ella!!


jueves, 18 de noviembre de 2010

CONSEJOS DE UNA ORUGA

Capítulo 5 del libro "Alicia en el País de las Maravillas"

de Lewis Carroll

La Oruga y Alicia se estuvieron mirando un rato en silencio: por fin la Oruga se sacó la pipa de la boca, y se dirigió a la niña en voz lánguida y adormilada.

-¿Quién eres tú? -dijo la Oruga.

No era una forma demasiado alentadora de empezar una conversación. Alicia contestó un poco intimidada:

-Apenas sé, señora, lo que soy en este momento... Sí sé quién era al levantarme esta mañana, pero creo que he cambiado varias veces desde entonces.

-¿Qué quieres decir con eso? -preguntó la Oruga con severidad-. ¡A ver si te aclaras contigo misma!

-Temo que no puedo aclarar nada conmigo misma, señora -dijo Alicia-, porque yo no soy yo misma, ya lo ve.

-No veo nada -protestó la Oruga.

-Temo que no podré explicarlo con más claridad -insistió Alicia con voz amable-, porque para empezar ni siquiera lo entiendo yo misma, y eso de cambiar tantas veces de estatura en un solo día resulta bastante desconcertante.

-No resulta nada -replicó la Oruga.

-Bueno, quizás usted no haya sentido hasta ahora nada parecido -dijo Alicia-, pero cuando se convierta en crisálida, cosa que ocurrirá cualquier día, y después en mariposa, me parece que todo le parecerá un poco raro, ¿no cree?

-Ni pizca -declaró la Oruga.

-Bueno, quizá los sentimientos de usted sean distintos a los míos, porque le aseguro que a mi me parecería muy raro.

-¡A ti! -dijo la Oruga con desprecio-. ¿Quién eres tú?

Con lo cual volvían al principio de la conversación. Alicia empezaba a sentirse molesta con la Oruga, por esas observaciones tan secas y cortantes, de modo que se puso tiesa como un rábano y le dijo con severidad:

-Me parece que es usted la que debería decirme primero quién es.

-¿Por qué? -inquirió la Oruga.

Era otra pregunta difícil, y como a Alicia no se le ocurrió ninguna respuesta convincente y como la Oruga parecía seguir en un estado de ánimo de lo más antipático, la niña dio media vuelta para marcharse.

-¡Ven aquí! -la llamó la Oruga a sus espaldas-. ¡Tengo algo importante que decirte!

Estas palabras sonaban prometedoras, y Alicia dio otra media vuelta y volvió atrás.

-¡Vigila este mal genio! -sentenció la Oruga.

-¿Es eso todo? -preguntó Alicia, tragándose la rabia lo mejor que pudo.

-No -dijo la Oruga.

Alicia decidió que sería mejor esperar, ya que no tenía otra cosa que hacer, y ver si la Oruga decía por fin algo que mereciera la pena. Durante unos minutos la Oruga siguió fumando sin decir palabra, pero después abrió los brazos, volvió a sacarse la pipa de la boca y dijo:

-Así que tú crees haber cambiado, ¿no?

-Mucho me temo que si, señora. No me acuerdo de cosas que antes sabía muy bien, y no pasan diez minutos sin que cambie de tamaño.

-¿No te acuerdas ¿de qué cosas?

-Bueno, intenté recitar los versos de "Ved cómo la industriosa abeja... pero todo me salió distinto, completamente distinto y seguí hablando de cocodrilos".

-Pues bien, haremos una cosa.

-¿Que?

-Recítame eso de "Ha envejecido, Padre Guillermo..." -Ordenó la Oruga.

Alicia cruzó los brazos y empezó a recitar el poema:

"Ha envejecido, Padre Guillermo," dijo el chico,

"Y su pelo está lleno de canas;

Sin embargo siempre hace el pino-

¿Con sus años aún tiene las ganas?


"Cuando joven," dijo Padre Guillermo a su hijo,

"No quería dañarme el coco;

Pero ya no me da ningún miedo,

Que de mis sesos me queda muy poco."

"Ha envejecido," dijo el muchacho,

"Como ya se ha dicho;

Sin embargo entró capotando-

¿Como aún puede andar como un bicho?

"Cuando joven," dijo el sabio, meneando su pelo blanco,

"Me mantenía el cuerpo muy ágil

Con ayuda medicinal y, si puedo ser franco,

Debes probarlo para no acabar débil."


"Ha envejecido," dijo el chico, "y tiene los dientes inútiles

para más que agua y vino;

Pero zampó el ganso hasta los huesos frágiles-

A ver, señor, ¿que es el tino?"

Cuando joven," dijo su padre, "me empeñé en ser abogado,

Y discutía la ley con mi esposa;

Y por eso, toda mi vida me ha durado

Una mandíbula muy fuerte y musculosa."

"Ha envejecido y sería muy raro," dijo el chico,

"Si aún tuviera la vista perfecta;

¿Pues cómo hizo bailar en su pico

Esta anguila de forma tan recta?"

"Tres preguntas ya has posado,

Y a ninguna más contestaré.

Si no te vas ahora mismo,

¡Vaya golpe que te pegaré!

-Eso no está bien -dijo la Oruga.

-No, me temo que no está del todo bien -reconoció Alicia con timidez-.

Algunas palabras tal vez me han salido revueltas.

-Está mal de cabo a rabo- sentenció la Oruga en tono implacable, y siguió un silencio de varios minutos.

La Oruga fue la primera en hablar.

¿Qué tamaño te gustaría tener? -le preguntó.

-No soy difícil en asunto de tamaños -se apresuró a contestar Alicia-. Sólo que no es agradable estar cambiando tan a menudo, sabe.

-No sé nada -dijo la Oruga. Alicia no contestó. Nunca en toda su vida le habían llevado tanto la contraria, y sintió que se le estaba acabando la paciencia.

-¿Estás contenta con tu tamaño actual? -preguntó la Oruga.

-Bueno, me gustaría ser un poco más alta, si a usted no le importa. ¡Siete centímetros es una estatura tan insignificante!

¡Es una estatura perfecta! -dijo la Oruga muy enfadada, irguiéndose cuan larga era (medía exactamente siete centímetros).

-¡Pero yo no estoy acostumbrada a medir siete centímetros! se lamentó la pobre Alicia con voz lastimera, mientras pensaba para sus adentros: «¡Ojalá estas criaturas no se ofendieran tan fácilmente!»

-Ya te irás acostumbrando -dijo la Oruga, y volvió a meterse la pipa en la boca y empezó otra vez a fumar.

Esta vez Alicia esperó pacientemente a que se decidiera a hablar de nuevo. Al cabo de uno o dos minutos la Oruga se sacó la pipa de la boca, dio unos bostezos y se desperezó. Después bajó de la seta y empezó a deslizarse por la hierba, al tiempo que decía:

-Un lado te hará crecer, y el otro lado te hará disminuir.

-Un lado ¿de qué? El otro lado ¿de que? -se dijo Alicia para sus adentros.

-De la seta -dijo la Oruga, como si la niña se lo hubiera preguntado en voz alta.

Y al cabo de unos instantes se perdió de vista.

Alicia se quedó un rato contemplando pensativa la seta, en un intento de descubrir cuáles serían sus dos lados, y, como era perfectamente redonda, el problema no resultaba nada fácil. Así pues, extendió los brazos todo lo que pudo alrededor de la seta y arrancó con cada mano un pedacito.

-Y ahora -se dijo-, ¿cuál será cuál?

Dio un mordisquito al pedazo de la mano derecha para ver el efecto y al instante sintió un rudo golpe en la barbilla. ¡La barbilla le había chocado con los pies!

Se asustó mucho con este cambio tan repentino, pero comprendió que estaba disminuyendo rápidamente de tamaño, que no había por tanto tiempo que perder y que debía apresurarse a morder el otro pedazo. Tenía la mandíbula tan apretada contra los pies que resultaba difícil abrir la boca, pero lo consiguió al fin, y pudo tragar un trocito del pedazo de seta que tenía en la mano izquierda.

................

«¡Vaya, por fin tengo libre la cabeza!», se dijo Alicia con alivio, pero el alivio se transformó inmediatamente en alarma, al advertir que había perdido de vista sus propios hombros: todo lo que podía ver, al mirar hacia abajo, era un larguísimo pedazo de cuello, que parecía brotar como un tallo del mar de hojas verdes que se extendía muy por debajo de ella.

-¿Qué puede ser todo este verde? -dijo Alicia-. ¿Y dónde se habrán marchado mis hombros? Y, oh mis pobres manos, ¿cómo es que no puedo veros?

Mientras hablaba movía las manos, pero no pareció conseguir ningún resultado, salvo un ligero estremecimiento que agitó aquella verde hojarasca distante.

Como no había modo de que sus manos subieran hasta su cabeza, decidió bajar la cabeza hasta las manos, y descubrió con entusiasmo que su cuello se doblaba con mucha facilidad en cualquier dirección, como una serpiente. Acababa de lograr que su cabeza descendiera por el aire en un gracioso zigzag y se disponía a introducirla entre las hojas, que descubrió no eran más que las copas de los árboles bajo los que antes había estado paseando, cuando un agudo silbido la hizo retroceder a toda prisa. Una gran paloma se precipitaba contra su cabeza y la golpeaba violentamente con las alas.

-¡Serpiente! -chilló la paloma.

-¡Yo no soy una serpiente! -protestó Alicia muy indignada-. ¡Y déjame en paz!

-¡Serpiente, más que serpiente! -siguió la Paloma, aunque en un tono menos convencido, y añadió en una especie de sollozo-: ¡Lo he intentado todo, y nada ha dado resultado!

-No tengo la menor idea de lo que usted está diciendo! -dijo Alicia.

-Lo he intentado en las raíces de los árboles, y lo he intentado en las riberas, y lo he intentado en los setos -siguió la Paloma, sin escuchar lo que Alicia le decía-. ¡Pero siempre estas serpientes! ¡No hay modo de librarse de ellas!

Alicia se sentía cada vez más confusa, pero pensó que de nada serviría todo lo que ella pudiera decir ahora y que era mejor esperar a que la Paloma terminara su discurso.

-¡Como si no fuera ya bastante engorro empollar los huevos! -dijo la Paloma-. ¡Encima hay que guardarlos día y noche contra las serpientes! ¡No he podido pegar ojo durante tres semanas!

-Siento mucho que sufra usted tantas molestias -dijo Alicia, que empezaba a comprender el significado de las palabras de la Paloma. -¡Y justo cuando elijo el árbol más alto del bosque -continuó la Paloma, levantando la voz en un chillido-, y justo cuando me creía por fin libre de ellas, tienen que empezar a bajar culebreando desde el cielo! ¡Qué asco de serpientes!

-Pero le digo que yo no soy una serpiente. Yo soy una... Yo soy una...

-Bueno, qué eres, pues? -dijo la Paloma-. ¡Veamos qué demonios inventas ahora!

-Soy... soy una niñita -dijo Alicia, llena de dudas, pues tenía muy presentes todos los cambios que había sufrido a lo largo del día.

-¡A otro con este cuento! -respondió la Paloma, en tono del más profundo desprecio-. He visto montones de niñitas a lo largo de mi vida, ¡pero ninguna que tuviera un cuello como el tuyo! ¡No, no! Eres una serpiente, y de nada sirve negarlo. ¡Supongo que ahora me dirás que en tu vida te has zampado un huevo!

-Bueno, huevos si he comido -reconoció Alicia, que siempre decía la verdad-. Pero es que las niñas también comen huevos, igual que las serpientes, sabe.

-No lo creo -dijo la Paloma-, pero, si es verdad que comen huevos, entonces no son más que una variedad de serpientes, y eso es todo.

Era una idea tan nueva para Alicia, que quedó muda durante uno o dos minutos, lo que dio oportunidad a la Paloma de añadir:

-¡Estás buscando huevos! ¡Si lo sabré yo! ¡Y qué más me da a mí que seas una niña o una serpiente?

-¡Pues a mí sí me da! -se apresuró a declarar Alicia-. Y además da la casualidad de que no estoy buscando huevos. Y aunque estuviera buscando huevos, no querría los tuyos: no me gustan crudos.

-Bueno, pues entonces, lárgate -gruño la Paloma, mientras se volvía a colocar en el nido.

Alicia se sumergió trabajosamente entre los árboles. El cuello se le enredaba entre las ramas y tenía que pararse a cada momento para liberarlo. Al cabo de un rato, recordó que todavía tenía los pedazos de seta, y puso cuidadosamente manos a la obra, mordisqueando primero uno y luego el otro, y creciendo unas veces y decreciendo otras, hasta que consiguió recuperar su estatura normal.

Hacía tanto tiempo que no había tenido un tamaño ni siquiera aproximado al suyo, que al principio se le hizo un poco extraño. Pero no le costó mucho acostumbrarse y empezó a hablar consigo misma como solía.

-¡Vaya, he realizado la mitad de mi plan! ¡Qué desconcertantes son estos cambios! ¡No puede estar una segura de lo que va a ser al minuto siguiente! Lo cierto es que he recobrado mi estatura normal. El próximo objetivo es entrar en aquel precioso jardín... Me pregunto cómo me las arreglaré para lograrlo.

Mientras decía estas palabras, llegó a un claro del bosque, donde se alzaba una casita de poco más de un metro de altura.

-Sea quien sea el que viva allí -pensó Alicia-, no puedo presentarme con este tamaño. ¡Se morirían del susto!

Así pues, empezó a mordisquear una vez más el pedacito de la mano derecha, Y no se atrevió a acercarse a la casita hasta haber reducido su propio tamaño a unos veinte centímetros.

Ilustraciones de John Tenniel.