"En un lugar no muy lejano, sino cercano hay una Wawaqutu, que teje historias con palabras fértiles, con pulsiones suaves. Un remedio capaz de reparar y recuperar cualquier ilusión perdida. Prepárate para descubrir lo inesperado en tu corazón. Presta atención y escucha con el oído del alma… Había una vez...”

miércoles, 27 de octubre de 2010

LAS HADAS O DIAMANTES, PERLAS Y SAPOS

Versión de Charles Perrault.

Érase una vez una mujer que tenía dos hijas. La hija mayor era muy parecida a la madre en el semblante y los modales. Ambas eran tan antipáticas y orgullosas que era imposible vivir con ellas.

La hija menor se parecía al padre, pues era bondadosa y de buen carácter, y muy bella. Como la gente suele gustar de los que son semejantes, la madre era muy aficionada a su hija mayor, y sentía gran antipatía por la menor. La hacía comer en la cocina, y trabajando todo el tiempo.

Entre otras cosas, esta pobre niña debía ir dos veces por día a recoger un cubo de agua del manantial del bosque, a gran distancia de la casa.

Un día, cuando llegó al manantial, una pobre mujer se le acercó y le pidió un trago.

-¡Oh sí! De todo corazón, señora “dijo la bonita niña, recogió agua fresca, cristalina del manantial y sostuvo la jarra para que la mujer pudiera beber fácilmente.

Cuando terminó de beber, la mujer dijo:

-Eres muy bonita, querida, tan bondadosa y amable, que no puedo evitar darte un regalo.

Ahora bien, esta anciana era un hada que había cobrado la forma de una pobre campesina para ver cómo la trataba la niña.

-Este será mi regalo “continuó el hada-: con cada palabra que digas, una flor o una joya caerá de tu boca.

Cuando la niña llegó a la casa, su madre la reprendió por haberse demorado en el manantial.

-Perdón, mamá “dijo la pobre niña- por no apresurarme más. “Y, mientras hablaba, cayeron de su boca dos rosas, dos perlas y dos grandes diamantes.

-¿Qué veo aquí? “exclamó la sorprendida madre-. ¡Perlas y diamantes caen de la boca de esta niña! ¿Cómo es posible, hija mía? “Era la primera vez que la llamaba hija mía o le hablaba amablemente.

La pobre niña le confió a su madre todo lo que había sucedido en el manantial, y le habló de la promesa de la anciana, entretanto, le caían joyas y flores de la boca.

-Esto es delicioso “exclamó la madre-. Debo enviar a mi querida hija a la fuente. Ven, hija, mira lo que cae de la boca de tu hermana cuando habla. ¿No te agradaría, querida, que te dieran el mismo don? Sólo tienes que llevar el cubo al manantial del bosque. Cuando una pobre mujer te pida un sorbo, dáselo.

-Lo único que faltaba “replicó la niña egoísta-. ¡No iré a recoger agua! Esta mocosa puede darme sus joyas. Ella no las necesita.

-Sí que irás “dijo la madre-, e irás al instante.

Al fin la hija mayor accedió, gruñendo y rezongando sin cesar, y llevándose el mejor cubo de plata de la casa.

Acababa de llegar al manantial cuando vio a una bella dama que salía del bosque, quien se le acercó para pedirle un sorbo. Tengamos en cuenta que era la misma hada que había encontrado su hermana, pero que ahora había cobrado la forma de una princesa.

-No vine aquí para darte agua “dijo la orgullosa y egoísta doncella- ¿Te crees que traigo este cubo de plata para darte de beber? Puedes sacar agua del manantial, igual que yo.

-No eres muy cortés “dijo el hada-. Ya que eres tan ruda y grosera, te daré este don: con cada palabra que digas, saldrán sapos y culebras de tu boca.

En cuanto la madre vio venir a la hija mayor, exclamó:

-Querida niña, ¿viste a la buena hada?

-Sí, madre “respondió la niña orgullosa, y dos sapos y dos culebras le cayeron de la boca.

-¿Qué es lo que veo? “exclamó la madre-. ¿Qué has hecho?

La niña trató de responder, pero a cada palabra le salían sapos y culebras de los labios.

¡Cielo santo! Exclamó la madre; tu hermana tiene de esto la culpa y me la pagará.

Dicho esto, corrió detrás de la menor para golpearla, y la pobre joven escapó y se fue al bosque próximo donde se refugió. la encontró el hijo del rey que volvía de cazar, y al verla tan hermosa le preguntó qué hacía sola en tal sitio y por qué lloraba.

-¡Ah, señor, lloro por que mi madre me ha echado de casa!

El hijo del rey, que vio salir de su boca cinco o seis perlas y otros tantos diamantes, le pregunto a qué se debía tal maravilla y la joven le conto su aventura de la fuente.

Se enamoro de ella el príncipe, y considerando que el don que poseía valía más que la dote que pudiese tener otra mujer, la llevo al palacio de su padre y se casó con ella.

En cuanto a la hermana mayor, tanto se hizo aborrecer que su madre la echó fuera; y después de haber andado mucho, la desgraciada sin encontrar quien quisiera recibirla, murió en un rincón del bosque.

Moralejas

Con diamantes y dinero
mucho se obtiene en verdad,


pero con dulces palabras
aún se obtiene mucho más.

La honradez, tarde o temprano
alcanza su recompensa,


y con frecuencia se logra
cuando en ella no se piensa.


lunes, 25 de octubre de 2010

ANTE LA LEY

DE FRANZ KAFKA

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.

-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.

La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:

-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.

El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.

Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:

-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.

Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.

-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.

-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?

El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:

-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.

viernes, 22 de octubre de 2010

EN ESTE SUELO HABITAN LAS ESTRELLAS


De Elicura Chihuailaf N.
(Poeta Mapuche)


En este suelo habitan las estrellas

En este cielo canta el agua

de la imaginación

Más allá de las nubes que surgen

de estas aguas y estos suelos

nos sueñan los antepasados


Su espíritu -dicen- es la luna llena

El silencio su corazón que late.

TVFACI MAPU MEW MOGELEY WAGBEN

Tvfaci mapu mew mogeley wagvben

Tvfaci kajfv wenu mew vlkantuley

ta ko pu rakiduwam

Doy fvta ka mapu tañi mvlen ta komv

xipalu ko mew ka pvjv mew

pewmakeiñmu tayiñ pu fvcakece yem

Apon kvyeh fey tañi am -pigekey

Ni hegvmkvleci piwke fewvla ñvkvfvy.


De su libro, El invierno su imagen y otros poemas azules, 1991.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Basilisa, la Hermosa


De Alekandr Nikoalevich Afanasiev

En un reino vivía una vez un comerciante con su mujer y su única hija, llamada Basilisa la Hermosa. Al cumplir la niña los ocho años se puso enferma su madre, y presintiendo su próxima muerte llamó a Basilisa, le dio una muñeca y le dijo:

-Escúchame, hijita mía, y acuérdate bien de mis últimas palabras. Yo me muero y con mi bendición te dejo esta muñeca; guárdala siempre con cuidado, sin mostrarla a nadie, y cuando te suceda alguna desdicha, pídele consejo.

Después de haber dicho estas palabras, la madre besó a su hija, suspiró y se murió.

El comerciante, al quedarse viudo, se entristeció mucho; pero pasó tiempo, se fue consolando y decidió volver a casarse. Era un hombre bueno y muchas mujeres lo deseaban por marido; pero entre todas eligió una viuda que tenía dos hijas de la edad de Basilisa y que en toda la comarca tenía fama de ser buena madre y ama de casa ejemplar.

El comerciante se casó con ella, pero pronto comprendió que se había equivocado, pues no encontró la buena madre que para su hija deseaba. Basilisa era la joven más hermosa de la aldea; la madrastra y sus hijas, envidiosas de su belleza, la mortificaban continuamente y le imponían toda clase de trabajos para ajar su hermosura a fuerza de cansancio y para que el aire y el sol quemaran su cutis delicado. Basilisa soportaba todo con resignación y cada día crecía su hermosura, mientras que las hijas de la madrastra, a pesar de estar siempre ociosas, se afeaban por la envidia que tenían a su hermana. La causa de esto no era ni más ni menos que la buena Muñeca, sin la ayuda de la cual Basilisa nunca hubiera podido cumplir con todas sus obligaciones. La Muñeca la consolaba en sus desdichas, dándole buenos consejos y trabajando con ella.

Así pasaron algunos años y las muchachas llegaron a la edad de casarse. Todos los jóvenes de la ciudad solicitaban casarse con Basilisa, sin hacer caso alguno de las hijas de la madrastra. Ésta, cada vez más enfadada, contestaba a todos:

-No casaré a la menor antes de que se casen las mayores.

Y después de haber despedido a los pretendientes, se vengaba de la pobre Basilisa con golpes e injurias.

Un día el comerciante tuvo necesidad de hacer un viaje y se marchó. Entretanto, la madrastra se mudó a una casa que se hallaba cerca de un espeso bosque en el que, según decía la gente, aunque nadie lo había visto, vivía la terrible bruja llamada "Baba-Yaga"; nadie osaba acercarse a aquellos lugares, porque Baba-Yaga se comía a los hombres como si fueran pollos.

Después de instaladas en el nuevo alojamiento, la madrastra, con diferentes pretextos, enviaba a Basilisa al bosque con frecuencia; pero a pesar de todas sus astucias la joven volvía siempre a casa, guiada por la Muñeca, que no permitía que Basilisa se acercase a la cabaña de la temible bruja.

Llegó el otoño, y un día la madrastra dio a cada una de las tres muchachas una labor: a una le ordenó que hiciese encaje; a otra, que hiciese medias, y a Basilisa le mandó hilar, obligándolas a presentarle cada día una cierta cantidad de trabajo hecho. Apagó todas las luces de la casa, excepto una vela que dejó encendida en la habitación donde trabajaban sus hijas, y se acostó. Poco a poco, mientras las muchachas estaban trabajando, se formó en la vela un pabilo, y una de las hijas de la madrastra, con el pretexto de cortarlo, apagó la luz con las tijeras.

-¿Qué haremos ahora? -dijeron las jóvenes-. No había más luz que ésta en toda la casa y nuestras labores no están aún terminadas. ¡Habrá que ir en busca de luz a la cabaña de Baba-Yaga!

-Yo tengo luz de mis alfileres -dijo la que hacía el encaje-. No iré yo.

-Tampoco iré yo -añadió la que hacía las medias-. Tengo luz de mis agujas.

-¡Tienes que ir tú en busca de luz! -exclamaron ambas-. ¡Anda! ¡Ve a casa de Baba-Yaga!

Y al decir esto echaron a Basilisa de la habitación. Basilisa se dirigió sin luz a su cuarto, puso la cena delante de la Muñeca y le dijo:

-Come, Muñeca mía, y escucha mi desdicha. Me mandan a buscar luz a la cabaña de Baba-Yaga y ésta me comerá. ¡Pobre de mí!

-No tengas miedo -le contestó la Muñeca-; ve donde te manden, pero no te olvides de llevarme contigo; ya sabes que no te abandonaré en ninguna ocasión.

Basilisa se metió la Muñeca en el bolsillo, se persignó y se fue al bosque. La pobrecita iba temblando, cuando de repente pasó rápidamente por delante de ella un jinete blanco como la nieve, vestido de blanco, montado en un caballo blanco y con un arnés blanco; en seguida empezó amanecer. Siguió su camino y vio pasar otro jinete rojo, vestido de rojo y montado en un corcel rojo, y en seguida empezó a levantarse el sol. Durante todo el día y toda la noche anduvo Basilisa, y sólo al atardecer del día siguiente llegó al claro donde se hallaba la cabaña de Baba-Yaga; la cerca que la rodeaba estaba hecha de huesos humanos rematados por calaveras; las puertas eran piernas humanas; los cerrojos, manos, y la cerradura, una boca con dientes. Basilisa se llenó de espanto. De pronto apareció un jinete todo negro, vestido de negro y montando un caballo negro, que al aproximarse a las puertas de la cabaña de Baba-Yaga desapareció como si se lo hubiese tragado la tierra; en seguida se hizo de noche. No duró mucho la oscuridad: de las cuencas de los ojos de todas las calaveras salió una luz que alumbró el claro del bosque como si fuese de día. Basilisa temblaba de miedo y no sabiendo dónde esconderse, permanecía quieta.

De pronto se oyó un tremendo alboroto: los árboles crujían, las hojas secas estallaban y la espantosa bruja Baba-Yaga apareció saliendo del bosque, sentada en su mortero, arreando con el mazo y barriendo sus huellas con la escoba. Se acercó a

la puerta, se paró, y husmeando el aire, gritó:

-¡Huele a carne humana! ¿Quién está ahí?

Basilisa se acercó a la vieja, la saludó con mucho respeto y le dijo:

-Soy yo, abuelita; las hijas de mi madrastra me han mandado que venga a pedirte luz.

-Bueno -contestó la bruja-, las conozco bien; quédate en mi casa y si me sirves a mi gusto te daré la luz.

Luego, dirigiéndose a las puertas, exclamó:

-¡Ea!, mis fuertes cerrojos, ¡ábranse! ¡Ea!, mis anchas puertas, ¡déjenme pasar!

Las puertas se abrieron; Baba-Yaga entró silbando, acompañada de Basilisa, y las puertas se volvieron a cerrar solas. Una vez dentro de la cabaña, la bruja se echó en un banco y dijo:

-¡Quiero cenar! ¡Sirve toda la comida que está en el horno!

Basilisa encendió una tea acercándola a una calavera, y se puso a sacar la comida del horno y a servírsela a Baba-Yaga; la comida era tan abundante que habría podido satisfacer el hambre de diez hombres; después trajo de la bodega vinos, cerveza, aguardiente y otras bebidas. Todo se lo comió y se lo bebió la bruja, y a Basilisa le dejó tan sólo un poquitín de sopa de coles y una cortecita de pan.

Se preparó para acostarse y dijo a la nueva doncella:

-Mañana tempranito, después que me marche, tienes que barrer el patio, limpiar la cabaña, preparar la comida y lavar la ropa; luego tomarás del granero un celemín de trigo y lo expurgarás del maíz que tiene mezclado. Procura hacerlo todo, porque si no te comeré a ti.

Después de esto, Baba-Yaga se puso a roncar, mientras que Basilisa, poniendo ante la Muñeca las sobras de la comida y vertiendo amargas lágrimas, dijo:

-Toma, Muñeca mía, come y escúchame. ¡Qué desgraciada soy! La bruja me ha encargado que haga un trabajo para el que harían falta cuatro personas y me amenazó con comerme si no lo hago todo.

La Muñeca contestó:

-No temas nada, Basilisa; come, y después de rezar, acuéstate; mañana arreglaremos todo.

Al día siguiente se despertó Basilisa muy tempranito, miró por la ventana y vio que se apagaban ya los ojos de las calaveras. Vio pasar y desaparecer al jinete blanco, y en seguida amaneció. Baba-Yaga salió al patio, silbó, y ante ella apareció el mortero con el mazo y la escoba. Pasó a todo galope el jinete rojo, e inmediatamente salió el sol. La bruja se sentó en el mortero y salió del patio arreando con el mazo y barriendo con la escoba.

Basilisa se quedó sola, recorrió la cabaña, se admiró al ver las riquezas que allí había y se quedó indecisa sin saber por cuál trabajo empezar. Miró a su alrededor y vio que de pronto todo el trabajo aparecía hecho; la Muñeca estaba separando los últimos granos de trigo de los de maíz.

-¡Oh mi salvadora! -exclamó Basilisa-. Me has librado de ser comida por Baba-Yaga.

-No te queda más que preparar la comida -le contestó la Muñeca al mismo tiempo que se metía en el bolsillo de Basilisa-. Prepárala y descansa luego de tu labor.

Al anochecer, Basilisa puso la mesa, esperando la llegada de Baba-Yaga. Ya anochecía cuando pasó rápidamente el jinete negro, e inmediatamente obscureció por completo; sólo lucieron los ojos de las calaveras. Luego crujieron los árboles, estallaron las hojas y apareció Baba-Yaga, que fue recibida por Basilisa.

-¿Está todo hecho? -preguntó la bruja.

-Examínalo todo tú misma, abuelita.

Baba-Yaga recorrió toda la casa y se puso de mal humor por no encontrar un solo motivo para regañar a Basilisa.

-Bien -dijo al fin, y se sentó a la mesa; luego exclamó-: ¡Mis fieles servidores, vengan a moler mi trigo!

En seguida se presentaron tres pares de manos, cogieron el trigo y desaparecieron. Baba-Yaga, después de comer hasta saciarse, se acostó y ordenó a Basilisa:

-Mañana harás lo mismo que hoy, y además tomarás del granero un montón de semillas de adormidera y las escogerás una a una para separar los granos de tierra.

Y dada esta orden se volvió del otro lado y se puso a roncar, mientras Basilisa pedía consejo a la Muñeca. Ésta repitió la misma contestación de la víspera:

-Acuéstate tranquila después de haber rezado. Por la mañana se es más sabio que por la noche; ya veremos cómo lo hacemos todo.

Por la mañana la bruja se marchó otra vez, y la muchacha, ayudada por su Muñeca, cumplió todas sus obligaciones. Al anochecer volvió Baba-Yaga a casa, visitó todo y exclamó:

-¡Mis fieles servidores, mis queridos amigos, vengan a prensar mi simiente de adormidera!

Se presentaron los tres pares de manos, cogieron las semillas de adormidera y se las llevaron. La bruja se sentó a la mesa y se puso a cenar.

-¿Por qué no me cuentas algo? -preguntó a Basilisa, que estaba silenciosa-. ¿Eres muda?

-Si me lo permites, te preguntaré una cosa.

-Pregunta; pero ten en cuenta que no todas las preguntas redundan en bien del que las hace. Cuanto más sabio se es, se es más viejo.

-Quiero preguntarte, abuelita, lo que he visto mientras caminaba por el bosque. Me adelantó un jinete todo blanco, vestido de blanco y montado sobre un caballo blanco. ¿Quién era?

-Es mi Día Claro -contestó la bruja.

-Más allá me alcanzó otro jinete todo rojo, vestido de rojo y montando un corcel rojo. ¿Quién era éste?

-Es mi Sol Radiante.

-¿Y el jinete negro que me encontré ya junto a tu puerta?

-Es mi Noche Oscura.

Basilisa se acordó de los tres pares de manos, pero no quiso preguntar más y se calló.

-¿Por qué no preguntas más? -dijo Baba-Yaga.

-Esto me basta; me has recordado tú misma, abuelita, que cuanto más sepa seré más vieja.

-Bien -repuso la bruja-; bien haces en preguntar sólo lo que has visto fuera de la cabaña y no en la cabaña misma, pues no me gusta que los demás se enteren de mis asuntos. Y ahora te preguntaré yo también. ¿Cómo consigues cumplir con todas las obligaciones que te impongo?

-La bendición de mi madre me ayuda -contestó la joven.

-¡Oh lo que has dicho! ¡Vete en seguida, hija bendita! ¡No necesito almas benditas en mi casa! ¡Fuera!

Y expulsó a Basilisa de la cabaña, la empujó también fuera del patio; luego, tomando de la cerca una calavera con los ojos encendidos, la clavó en la punta de un palo, se la dio a Basilisa y le dijo:

-He aquí la luz para las hijas de tu madrastra; tómala y llévatela a casa.

La muchacha echó a correr alumbrando su camino con la calavera, que se apagó ella sola al amanecer; al fin, a la caída de la tarde del día siguiente llegó a su casa. Se acercó a la puerta y tuvo intención de tirar la calavera pensando que ya no necesitarían luz en casa; pero oyó una voz sorda que salía de aquella boca sin dientes, que decía: «No me tires, llévame contigo.» Miró entonces a la casa de su madrastra, y no viendo brillar luz en ninguna ventana, decidió llevar la calavera consigo.

La acogieron con cariño y le contaron que desde el momento en que se había marchado no tenían luz, no habían podido encender el fuego y las luces que traían de las casas de los vecinos se apagaban apenas entraban en casa.

-Acaso la luz que has traído no se apague -dijo la madrastra.

Trajeron la calavera a la habitación y sus ojos se clavaron en la madrastra y sus dos hijas, quemándolas sin piedad. Intentaban esconderse, pero los ojos ardientes las perseguían por todas partes; al amanecer estaban ya las tres completamente abrasadas; sólo Basilisa permaneció intacta.

Por la mañana la joven enterró la calavera en el bosque, cerró la casa con llave, se dirigió a la ciudad, pidió alojamiento en casa de una pobre anciana y se instaló allí esperando que volviese su padre. Un día dijo Basilisa a la anciana:

-Me aburro sin trabajo, abuelita. Cómprame del mejor lino e hilaré, para matar el tiempo.

La anciana compró el lino y la muchacha se puso a hilar. El trabajo avanzaba con rapidez y el hilo salía igualito y finito como un cabello. Pronto tuvo un gran montón, suficiente para ponerse a tejer; pero era imposible encontrar un peine tan fino que sirviese para tejer el hilo de Basilisa y nadie se comprometía a hacerlo. La muchacha pidió ayuda a su Muñeca, y ésta en una sola noche le preparó un buen telar.

A fines del invierno el lienzo estaba ya tejido y era tan fino que se hubiera podido enhebrar en una aguja. En la primavera lo blanquearon, y entonces dijo Basilisa a la anciana:

-Vende el lienzo, abuelita, y guárdate el dinero.

La anciana miró la tela y exclamó:

-No, hijita; ese lienzo, salvo el zar, no puede llevarlo nadie. Lo enseñaré en palacio.

Se dirigió a la residencia del zar y se puso a pasear por delante de las ventanas de palacio.

El zar la vio y le preguntó:

-¿Qué quieres, viejecita?

-Majestad -contestó ésta-, he traído conmigo una mercancía preciosa que no quiero mostrar a nadie más que a ti.

El zar ordenó que la hiciesen entrar, y al ver el lienzo se quedó admirado.

-¿Qué quieres por él? -preguntó.

-No tiene precio, padre y señor; te lo he traído como regalo.

El zar le dio las gracias y la colmó de regalos. Empezaron a cortar el lienzo para hacerle al zar unas camisas; cortaron la tela, pero no pudieron encontrar lencera que se encargase de coserlas. La buscaron largo tiempo, y al fin el zar llamó a la anciana y le dijo:

-Ya que has sabido hilar y tejer un lienzo tan fino, por fuerza tienes que saber coserme las camisas.

-No soy yo, majestad, quien ha hilado y tejido esta tela; es labor de una hermosa joven que vive conmigo.

-Bien; pues que me cosa ella las camisas.

Volvió la anciana a su casa y contó a Basilisa lo sucedido y ésta repuso:

-Ya sabía yo que me llamarían para hacer este trabajo.

Se encerró en su habitación y se puso a trabajar. Cosió sin descanso y pronto tuvo hecha una docena de camisas. La anciana las llevó a palacio, y mientras tanto Basilisa se lavó, se peinó, se vistió y se sentó a la ventana esperando lo que sucediera.

Al poco rato vio entrar en la casa a un lacayo del zar, que dirigiéndose a la joven dijo:

-Su Majestad el zar quiere ver a la hábil lencera que le ha cosido las camisas, para recompensarla según merece.

Basilisa la Hermosa se encaminó a palacio y se presentó al zar. Apenas éste la vio se enamoró perdidamente de ella.

-Hermosa joven -le dijo-, no me separaré de ti, porque serás mi esposa.

Entonces tomó a Basilisa la Hermosa de la mano, la sentó a su lado y aquel mismo día celebraron la boda.

Cuando volvió el padre de Basilisa tuvo una gran alegría al conocer la suerte de su hija y se fue a vivir con ella. En cuanto a la anciana, la joven zarina la acogió también en su palacio y a la Muñeca la guardó consigo hasta los últimos días de su vida, que fue toda ella muy feliz.

jueves, 7 de octubre de 2010

CANCIÓN DE CUNA INDU

lunes, 4 de octubre de 2010

EL SENTIDO DE LAS COSAS

Las estrellas de mar

Había una vez un escritor que vivía a orillas del mar; una enorme playa virgen donde tenía una casita donde pasaba temporadas escribiendo y buscando inspiración para su libro. Era un hombre inteligente y culto y con sensibilidad acerca de las cosas importantes de la vida.

Una mañana mientras paseaba a

orill

as del océ

ano vio a lo lejos una figura que se movía de manera extraña como si estuviera bailando. Al acercarse vio que era un muchacho que se dedicaba a coger estrellas de mar de la orilla y lanza

rlas otra vez al m

ar. El hombre

le preguntó al joven que estaba haciendo. Este le contestó; "recojo las estrellas de mar que han quedado varadas y las devuelvo

al mar; la marea ha bajado demasiado y muchas morirán"; dijo entonces el escritor." Pero esto que haces no tiene sentido, primero es su destino, morirán y serán alimento para otros animales y además hay miles de estrellas en esta playa, nunca tendrás tiempo de salvarlas a tod

as" El joven miró fijamente al escritor, cogió una estrella de mar de la arena, la lanzó con fuerza por encim

a de las olas y exclamó " para ésta... sí tiene sentido".

El escritor se marchó un tanto desconcertado, no podía explicarse una conducta así.

Esa tarde no tuvo inspiración para escribir y en la noche no durmió bien, soñaba con el joven y las estrellas de mar por encima de las olas. A la mañana siguiente corrió a la playa, buscó al joven y le ayudó a salvar estrellas...