"En un lugar no muy lejano, sino cercano hay una Wawaqutu, que teje historias con palabras fértiles, con pulsiones suaves. Un remedio capaz de reparar y recuperar cualquier ilusión perdida. Prepárate para descubrir lo inesperado en tu corazón. Presta atención y escucha con el oído del alma… Había una vez...”

jueves, 16 de junio de 2011



Un viejo cacique de una tribu estaba teniendo una charla con sus nietos acerca de la vida. Él le dijo:

"¡Una gran pela esrta ocurriendo dentro de mi! ... ¡es entre dos lobos!"

"Uno de los lobos es maldad, temor, ira, envidia, dolor, rencor, avaricia, arrogancia, culpa, resentimiento, inferioridad, mentira, orgullo, egolatría, competencia, superioridad..."

"El otro es Bondad, alegría, paz, amor, esperanza, serenidad, humildad, dulzura, generosidad, benevolencia, amistad, empatía, verdad, compasión y fe.."

esta misma pelea está ocurriendo dentro de de ustedes y dentro de todos los seres de la tierra.

lo pensaron por un minuto y uno de los niños le pregunto a su abuelo:

"¿y cuál de los lobos crees que ganará?"

El viejo cacique respondío, simplemente:

"EL QUE TU ALIMENTES"

martes, 8 de marzo de 2011

WAWAQUTU Y SERES MAGICOS DEL PERU



Este fin de semana una de las WAWAQUTU estará en CRISOL para contarles cuentos sobre los "Seres mágicos del Perú", libro de Javier Zapata.
¡¡¡Vayan con sus niños, su abuelita, su acompañate, su amigo con derechos o sin, su planta favorita, amigos, enemigos, peluches, etc!!!
Igual y como siempre... LOS ESPERAMOS!!!

miércoles, 16 de febrero de 2011

EL AMIGO FIEL

De Oscar Wilde.

Una mañana, la vieja rata de agua sacó la cabeza por su agujero. Tenía unos ojillos redondos y brillantes y unos poblados bigotes grises, y su cola parecía una larga goma negra. Unos pequeños patos nadaban en el estanque y parecían una bandada de canarios amarillos, y su madre, que era de un blanco purísimo, con patas de rojo vivo, intentaba enseñarles cómo había que meter la cabeza en el agua.


–Nunca podréis ser de la buena sociedad si no sabéis hundir la cabeza –les decía.

Y les volvía a enseñar cómo se hacía. Pero los patitos no ponían atención. Eran tan jóvenes que no conocían las ventajas de formar parte de la buena sociedad.


–¡Qué niños tan desobedientes! –exclamó la vieja rata de agua–. En verdad que merecían ahogarse.


–Nada de eso –contestó la pata–; todo tiene su principio y los padres tienen que ser pacientes.


–¡Ah! Yo no sé nada de los sentimientos de los padres –dijo la rata de agua–. No tengo familia. En resumen, nunca he estado casada ni he intentado estarlo. El amor está muy bien, pero la amistad es algo mucho más elevado. Realmente, no sé que haya nada en el mundo más noble y más raro que una amistad fiel.


–Te ruego que me digas cuál es tu idea de los deberes de un amigo fiel –dijo un jilguero verde que estaba en un sauce y había escuchado la conversación.

–Sí, eso es precisamente lo que yo quiero saber –dijo la pata. Y se dirigió al extremo del estanque, introduciendo la cabeza en el agua para dar buen ejemplo a sus hijos.


–¡Qué pregunta más tonta! –exclamó la rata de agua–. Un amigo fiel es simplemente el que nos demuestra fidelidad, naturalmente.


–¿Y qué le darías tú a cambio? –preguntó el pajarillo, balanceándose en una rama plateada y agitando las alas.


–No te entiendo –contestó la rata de agua.


–Permíteme que te cuente una historia sobre el tema –dijo el jilguero.


–¿Es una historia referente a mí? –preguntó la rata de agua–. Si es así, la escucharé, porque me gustan mucho los cuentos.


–Es aplicable a ti –contestó el jilguero. Y bajó volando del árbol, se posó a la orilla del estanque y contó la historia del amigo fiel.


–"Érase una vez –dijo el jilguero– un hombre muy honrado llamado Hans.


¿Era una persona muy distinguida? –preguntó la rata de agua.


–No –contestó el jilguero–, no creo que se distinguiera por nada, excepto por su buen corazón y su cara redonda y alegre. Vivía en una pequeña casita y todos los días trabajaba en su jardín. En toda aquella parte del país no había un jardín tan bello como el suyo. Allí crecían alhelíes, claveles y rosas de Francia. Había rosas de Damasco, rosas amarillas, azafranes lilas y oro y violetas blancas y purpúreas. Las mejoranas, velloritas, agavanzos, narcisos y claveros se sucedían según los meses, y una flor sustituía a la otra, así que siempre había algo bello que mirar y algún agradable aroma que oler.


“El pequeño Hans tenía muchos amigos, pero el más fiel de todos era el obeso Hugo, el molinero. Realmente, tan fiel era el rico molinero con el pequeño Hans, que nunca atravesaba su jardín sin inclinarse sobre las plantas y recoger un gran ramo de flores o verduras, o llenar sus bolsillos de cerezas o ciruelas, si era la época de la fruta.
–Los verdaderos amigos deben compartirlo todo –solía decir el molinero–; y el pequeño Hans asentía sonriendo y se sentía muy orgulloso de tener un amigo con ideas tan nobles. Sin embargo, algunas veces los vecinos pensaban que era muy extraño que el rico molinero nunca le diera nada a cambio al pequeño Hans, aunque tenía cien sacos de harina almacenados en su molino, seis vacas lecheras y un gran rebaño de ovejas; pero Hans nunca se preocupó de estas cosas y nada le daba un placer tan grande como el escuchar todas las maravillosas palabras que el molinero acostumbraba decir sobre el desinterés de la amistad verdadera.”

Así, pues, el pequeño Hans trabajaba en su jardín. Durante la primavera, el verano y el otoño era muy feliz, pero cuando llegaba el invierno y no tenía ni flores para llevar al mercado, pasaba mucho frío y hambre y, frecuentemente, se iba a la cama sin haber cenado más que unas pasas secas y unas nueces duras. También en el invierno se encontraba solo, pues entonces el molinero nunca venía a verle.


–"No está bien que vaya a ver al pequeño Hans mientras haya nieve –solía decirle el molinero a su esposa–, porque cuando la gente tiene alguna preocupación les gusta estar solos y no tener visitas. Ésa, al menos, es mi idea de la amistad, y estoy seguro de que tengo razón. Así que esperaré a que llegue la primavera y entonces le haré una visita y él me dará una gran cesta de velloritas y le haré muy feliz.”


–Ciertamente eres muy atento con los demás –le contestaba su esposa, sentada al fuego en un gran sillón–; en verdad que eres muy atento. Es muy agradable oírte hablar de la amistad. Estoy segura de que ni el sacerdote podría decir las cosas que dices tú, aunque viva en una casa de tres pisos y lleve un anillo de oro en el dedo meñique.


–"Pero, ¿no podríamos invitar al pequeño Hans a que viniera aquí? –dijo el niño más joven del molinero–. Si el pobre Hans está necesitado yo le daré la mitad de mi comida y le enseñaré mis conejos blancos.”

–¡Qué tonto eres! –exclamó el molinero–. Realmente no sé qué utilidad tiene el enviarte a la escuela. Parece que no aprendes nada. Si el pequeño Hans viniese aquí y viera nuestro fuego, nuestra buena comida y nuestra gran cuba de vino tinto, podría estar envidioso y la envidia es la cosa más terrible y echa a perder el carácter de cualquiera. Y yo, desde luego, no permitiré que el carácter de Hans se eche a perder. Soy su mejor amigo y siempre velaré por él y procuraré que no caiga en ninguna tentación. Además, si Hans viniera aquí podría pedirme que le prestara un poco de harina, y eso no puedo hacerlo. La harina es una cosa y la amistad es otra, y ambas no deben confundirse. Las dos palabras se escriben diferente y significan cosas completamente diferentes. Todo el mundo sabe eso.


–"¡Qué bien hablas! –dijo la esposa del molinero, sirviéndose un gran vaso de cerveza caliente–. Estoy como inconsciente. Como si estuviera en la iglesia."

–Mucha gente obra bien –contestó el molinero–, pero muy pocos hablan bien, lo cual demuestra que hablar es mucho más difícil y más bello.
Y miró severamente por encima de la mesa a su hijo, el cual se sintió tan avergonzado que bajó la cabeza, se puso colorado y comenzó a llorar encima de su taza de té. Realmente era tan joven que podía perdonársele.


¿Éste es el final de la historia? –preguntó la rata de agua.


–Desde luego que no –contestó el jilguero–; éste es el principio.


–Entonces andas muy atrasado para esta época –dijo la rata de agua–. Todos los buenos cuentistas de nuestros días empiezan por el final y después continúan por el principio y acaban por la mitad. Ése es el nuevo método. Lo oí el otro día de labios de un crítico que paseaba alrededor del estanque con un joven. Hablaba del asunto con gran conocimiento, y estoy segura que debía estar en lo cierto, porque llevaba gafas azules y era calvo, y cuando el joven le hacía alguna observación siempre contestaba: “¡Psche!” Pero te ruego que sigas con tu historia. Me gusta mucho el molinero. Posee toda clase de bellos sentimientos; así, pues, tiene que existir entre ambos una gran simpatía.


–Bien –dijo el jilguero, saltando sobre una pata y después sobre la otra–, tan pronto como pasó el invierno y las velloritas comenzaron a abrir sus estrellas de color amarillo pálido, el molinero le dijo a su mujer que iba a ver al pequeño Hans.


–"¡Qué buen corazón tienes! –exclamó ella–. Siempre estás pensando en los demás. Acuérdate de llevar la cesta grande para traer las flores." Así, pues, el molinero ató las aspas del molino con una fuerte cadena de hierro y bajó por la colina con la cesta al brazo.


–Buenos días, pequeño Hans –dijo el molinero.

–Buenos días –dijo Hans, apoyándose en su azada y sonriendo de oreja a oreja.

–¿Cómo te ha ido durante el invierno? –dijo el molinero.


–Bien, muy bien –exclamó Hans–. Es muy amable por tu parte el preguntármelo; muy amable, en verdad. Me temo que he tenido que pasar días duros, pero ahora ha llegado la primavera y soy completamente feliz, y todas mis flores están espléndidas.


–Muchas veces hablábamos de ti durante el invierno, Hans –dijo el molinero–, y nos preguntábamos qué tal estarías.

–Eres muy amable –dijo Hans–. Siempre temí que me hubieras olvidado.


–Hans, eso me sorprende –dijo el molinero–. La amistad nunca se olvida. Eso es lo más maravilloso de ella, pero me temo que tú no entiendes la poesía de la vida. ¡Qué bellas son tus velloritas!


–Ciertamente, son muy bellas –dijo Hans–, y tengo mucha suerte al poseer tantas. Voy a llevarlas al mercado y se las venderé a la hija del burgomaestre, y así podré volver a comprar con ese dinero mi carretilla.

–¿Volver a comprar tu carretilla? ¿Quieres decir que la has vendido? ¡Qué estupidez!

–Bueno, el hecho es –dijo Hans– que me vi obligado a hacerlo. Ya sabes que el invierno es muy malo para mí y que no tengo dinero para comprar pan. Así, pues, primero vendí los botones de plata de mi traje de los domingos, después vendí mi cadena de plata, después mi gran flauta y por último la carretilla. Pero ahora voy a comprarlo todo de nuevo.

–Hans –dijo el molinero–, yo te daré mi carretilla. No está en muy buen uso; en realidad, le falta un lado y tiene estropeados algunos radios; pero a pesar de eso te la daré. Sé que soy muy generoso y mucha gente pensará que hago una tontería, pero yo no soy como el resto del mundo. Creo que la generosidad es la esencia de la amistad, y además tengo una carretilla nueva. Sí, no tienes que preocuparte; te daré mi carretilla.


–Realmente eres muy generoso –dijo el pequeño Hans; y su rostro alegre y redondo se puso reluciente de placer–. Puedo repararla fácilmente, porque tengo en casa una tabla.


–¡Una tabla! –dijo el molinero–. Eso es justamente lo que yo quiero para el techo de mi granero. Hay un agujero muy grande y el grano se mojará si no lo tapo. ¡Qué suerte que la mencionaras! Desde luego una buena acción siempre hace nacer otra. Yo te he dado mi carretilla y ahora tú me darás tu tabla. Naturalmente, la carretilla vale más que la tabla, pero la verdadera amistad nunca tiene en cuenta estas cosas. Te ruego que me la des ahora, pues me pondré a trabajar en mi granero hoy mismo.


–Desde luego –exclamó el pequeño Hans; y se metió corriendo en su casa, sacando al momento la tabla.


–No es muy grande –dijo el molinero mirándola–, y me temo que después que yo haya arreglado el techo de mi granero tú no tendrás con qué arreglar la carretilla; pero, desde luego, eso no es culpa mía. Y ahora, como te he dado mi carretilla, estoy seguro que querrás darme a cambio algunas flores. Aquí está la cesta; espero que la llenes del todo.


–¿Llenarla del todo? –dijo el pequeño Hans tristemente, porque era en verdad una cesta muy grande y él sabía que si la llenaba se quedaría sin flores para llevar al mercado, y estaba ansioso por recuperar sus botones de plata.


–Bueno, realmente –contestó el molinero–, como te he dado mi carretilla no creo que sea mucho pedir unas pocas flores. Puede ser que me equivoque, pero creo que la amistad, la verdadera amistad, está libre de todo egoísmo.


–Mi querido amigo, mi mejor amigo –exclamó el pequeño Hans–, todas las flores de mi jardín son tuyas. Me importa mucho más que tengas una buena opinión de mí que volver a tener mis botones de plata.
"Y corrió a coger todas sus velloritas y llenó la cesta del molinero."

–Adiós, pequeño Hans –dijo el molinero, y se marchó colina arriba con la tabla al hombro y la gran cesta al brazo.


–Adiós –dijo el pequeño Hans; y empezó a cavar alegremente, pues estaba muy contento de volver a tener carretilla.


Al día siguiente estaba sujetando unas enredaderas sobre el porche cuando oyó la voz del molinero que le llamaba desde la carretera. Saltó de la escalera, atravesó el jardín y miró por encima del muro. Allí estaba el molinero con un gran saco de harina a la espalda.


–Querido Hans –dijo el molinero–, ¿te importaría llevarme este saco de harina al mercado?

–¡Oh! Lo siento –dijo Hans–, pero estoy muy ocupado hoy. Tengo que sujetar las enredaderas, regar todas mis flores y segar el césped.


–Bueno –dijo el molinero–, creo que considerando que voy a darte mi carretilla no es de buen amigo el negarte.


–¡Oh! Yo no he dicho eso –exclamó el pequeño Hans–. No me negaría por nada del mundo.
"Y corrió a coger su gorro y salió con el saco al hombro". Era un día caluroso y la carretera estaba llena de polvo, y antes que Hans hubiera recorrido seis millas estaba tan fatigado que se sentó a descansar. Sin embargo, continuó su camino con muchas energías, hasta que por fin llegó al mercado. Después de estar allí algún tiempo, vendió el saco de harina por un buen precio y volvió a casa inmediatamente, porque temía que si se entretenía demasiado podría encontrarse con ladrones en el camino.


–Ciertamente ha sido un día duro –se dijo el pequeño Hans cuando se metía en la cama–, pero estoy contento de no haberme negado a hacer el encargo del molinero, porque es mi mejor amigo y, además, va a darme su carretilla. Por la mañana temprano el molinero volvió por el dinero del saco de harina, pero el pequeño Hans estaba tan cansado que aún se encontraba en la cama.

–¡Qué perezoso eres! –dijo el molinero–. Realmente, considerando que voy a darte mi carretilla, creo que deberías trabajar más. La pereza es un gran pecado, y no me gusta que ninguno de mis amigos sea vago o perezoso. Te hablo sin ningún rodeo. Desde luego, ni soñaría en hacerlo si no fuera tu amigo. Pero, ¿qué tendría de bueno la amistad si uno no pudiera decir lo que piensa? Cualquiera puede decir cosas encantadoras e intentar hacerse agradable y hacer halagos, pero un verdadero amigo siempre dice cosas desagradables y no le preocupa causar dolor. En verdad, si es realmente un verdadero amigo, lo prefiere, porque sabe que está obrando bien.


–Lo siento mucho –dijo el pequeño Hans frotándose los ojos y quitándose el gorro de dormir–, pero estaba tan cansado que pensé quedarme en la cama un poco más y escuchar el canto de los pájaros. ¿Sabes que siempre trabajo mejor después de oír cantar a los pájaros?


–Bueno, me alegro de eso –dijo el molinero golpeándole la espalda amistosamente–, porque quiero que vayas al molino, tan pronto como te hayas vestido, para arreglar el techo de mi granero.
El pobre Hans estaba deseando trabajar en su jardín, porque no había regado sus flores desde hacía dos días, pero no quería negarse a la petición del molinero, pues éste era un formidable amigo para él.


–¿Crees que no sería amistoso por mi parte el decirte que estoy ocupado? –inquirió dando un suspiro y con voz tímida.

–Realmente –contestó el molinero–, no creo que sea mucho pedirte considerando que voy a darte mi carretilla; pero, desde luego, si te negaras iré a hacerlo yo mismo.


–¡Oh! ¡De ningún modo! –exclamó el pequeño Hans, y saltó de la cama, se vistió y se fue al granero.
”Trabajó todo el día, hasta el atardecer, y entonces vino el molinero a ver qué tal iba la tarea.


–¿Has tapado ya el agujero, pequeño Hans? –exclamó el molinero con voz alegre.


–Está completamente tapado –contestó el pequeño Hans, bajando la escalera.


–¡Ah! –dijo el molinero–. No hay trabajo tan agradable como el que se hace para el prójimo.


–Ciertamente es un gran privilegio oírte hablar –respondió el pequeño Hans sentándose y secando el sudor de su frente–. Un gran privilegio. Pero temo que nunca tendré ideas tan bellas como las tuyas.


–¡Oh! Las tendrás –dijo el molinero–, pero debes tomarte más interés. En el presente sólo tienes la práctica de la amistad; algún día tendrás también la teoría.


–¿Crees eso realmente? –preguntó el pequeño Hans.


–No me cabe duda –contestó el molinero­–; pero ahora que has arreglado el tejado, lo mejor es que te vayas a casa a descansar, porque mañana deseo que lleves mi rebaño a la montaña.


El pobre Hans no osó poner ninguna objeción a esto, y por la mañana temprano el molinero trajo su rebaño hasta su casa y Hans se marchó con las ovejas a la montaña. Entre ir y volver se le fue todo el día, y cuando regresó estaba tan cansado que se durmió en su silla y no se despertó hasta bien avanzada la mañana.


–¡Qué delicioso tiempo tendré en mi jardín! –dijo; y salió a trabajar al momento.
Pero nunca pudo volver a cuidar sus flores, porque su amigo el molinero venía siempre para enviarle a un largo recado o para llevarle a él a trabajar al molino. El pequeño Hans a veces estaba muy preocupado, pues temía que sus flores pensaran que las había olvidado, pero se consolaba diciéndose que el molinero era su mejor amigo.


–Además –solía decir–, va a darme su carretilla, y ese es un acto de pura generosidad.
”Y el pequeño Hans trabajó para el molinero, y éste le dijo toda clase de cosas bellas acerca de la amistad, las cuales Hans anotó en un cuaderno y leyó por las noches, porque era muy buen discípulo. Ahora bien: una noche que Hans estaba sentado junto al fuego oyó que llamaban muy fuerte en su puerta. Era una noche de perros y el viento soplaba alrededor de la casa tan terriblemente que al principio creyó que el ruido era de la tormenta. Pero se oyó un segundo golpe y después un tercero más fuerte que los otros.
–Será algún pobre viajero –dijo el pequeño Hans para sí; y corrió hacia la puerta.
Allí estaba el molinero con una linterna en una mano y un gran bastón en la otra.


–Querido Hans –exclamó el molinero–, tengo un gran problema. Mi hijito se ha caído de una escalera y se ha herido. Voy a buscar al doctor. Pero vive tan lejos y hace tan mala noche, que se me ha ocurrido que sería mucho mejor que fueses tú en mi lugar. Ya sabes que voy a darte mi carretilla y es justo que tú me des algo a cambio.


–Ciertamente –exclamó el pequeño Hans–. Me gusta poder ayudarte y saldré inmediatamente. Pero debes dejarme tu linterna, pues la noche es tan oscura que tengo miedo de caer en un precipicio.


–Lo siento mucho –contestó el molinero–, pero es mi linterna nueva y sería para mí una gran pérdida si le ocurriera algo.


–Bueno, no importa; iré sin ella –exclamó el pequeño Hans.
Tomó su abrigo de pieles, su gorra escarlata, se envolvió el cuello con una bufanda y salió.
¡Qué tormenta tan horrorosa había! La noche era tan negra que el pequeño Hans casi no podía ver y el viento era tan fuerte que casi no podía andar. Sin embargo, era muy animoso, y después de andar tres horas llegó a casa del doctor y llamó a la puerta.


–¿Quién es? –exclamó el doctor, asomando la cabeza por la ventana del dormitorio.


–El pequeño Hans, doctor.

–¿Qué quieres, pequeño Hans?


–El hijo del molinero se ha caído de una escalera y se ha herido, y el molinero quiere que vaya usted inmediatamente.

–¡Muy bien! –dijo el doctor.
Tomó sus grandes botas y su linterna, bajó las escaleras, montó en su caballo y galopó en dirección a la casa del molinero, con el pequeño Hans caminando tras él trabajosamente.
Pero la tormenta iba creciendo cada vez más y la lluvia caía a torrentes, y el pequeño Hans no podía ver por dónde iba ni podía seguir al caballo. Por fin se perdió y anduvo por el pantano, que era un lugar muy peligroso, pues estaba lleno de profundos agujeros, y el pobre Hans cayó en uno de ellos. Su cuerpo lo encontraron al día siguiente unos pastores flotando en un gran charco de agua y lo llevaron a su casa.
Todos fueron al funeral del pequeño Hans, pues era muy popular, y el molinero presidió el duelo.


–Como yo era su mejor amigo –dijo el molinero–, es lógico que ocupe este puesto.
Y caminó a la cabeza de la procesión con una gran capa negra, limpiándose los ojos de cuando en cuando con un gran pañuelo.
"El pequeño Hans ha sido ciertamente una gran pérdida para todos" –dijo el herrero cuando terminó el funeral.
Y todos se sentaron confortablemente en la fonda a beber vino aromático y a comer pasteles dulces.


–Una gran pérdida para mí –contestó el molinero–, porque iba a darle mi carretilla, y ahora realmente no sé qué hacer con ella. Está en tan mal estado que no podría conseguir nada si la vendiera. Ya no volveré a dar nada. En verdad, uno sufre por ser generoso.

¿Y bien? –dijo la rata de agua después de una larga pausa.


–Ése es el final –dijo el jilguero.


–Pero, ¿qué fue del molinero? –preguntó la rata de agua.


–¡Oh! Realmente no lo sé –replicó el jilguero–. Y tampoco me preocupa.


–Es evidente que no tienes un carácter simpático –dijo la rata de agua.


–Temo que no hayas comprendido la moraleja de la historia –dijo el jilguero.


–¿La qué? –exclamó la rata de agua.


–La moraleja.


–¿Quieres decir que la historia tiene una moraleja?


–Ciertamente –dijo el jilguero.


–Eso debías habérmelo dicho antes de empezar –dijo la rata de agua en tono de enfado–. Si lo hubieras hecho no te habría escuchado. Te hubiera dicho: “¡Psche!”, como el crítico. Sin embargo, puedo decírtelo ahora. Y exclamó “¡Psche!” con toda la potencia de su voz; y haciendo un movimiento con el rabo se metió en su agujero.


–¿Qué te parece la rata de agua? –preguntó la pata, que se acercó unos minutos después–. Tiene buenas virtudes; pero por mi parte, tengo sentimientos de madre y no puedo ver a un soltero empedernido sin que mis ojos se llenen de lágrimas.


–Temo haberle molestado –contestó el jilguero–. El hecho es que le conté una historia con moraleja.


–¡Ah! Eso siempre es muy peligroso –dijo la pata.


Y yo estoy de acuerdo con ella.

Pintura de Diego Ribera llamada "El vendedor de Alcatraces"

martes, 1 de febrero de 2011

EL PRINCIPE FELIZ

De OSCAR WILDE

En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz. Estaba toda revestida de laminilas de oro fino. Tenía, en vez de ojos, dos fulgurantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada. Por todo lo cual era muy admirada.

-Es tan hermoso como una escultura de Praxiteles -observó uno de los miembros del Concejo que deseaba ser renombrado como experto en el arte-. Aunque no es tan útil -añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico, pues en verdad no lo era.

-¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? -preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna-. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.

-Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz -murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa.

-Parece un ángel -decían los niños del orfanato al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.

-¿Cómo lo saben? -replicaba el profesor de matemáticas- si no han visto uno nunca

-Los hemos visto en sueños -respondieron los niños.

Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar.

Una noche llego volando a la ciudad una golondrinita pequeñita. Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás porque estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle.

-¿Quieres que te ame? -dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.

Y el Junco le hizo un profundo saludo.

Entonces la Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando estelas de plata. Así fueron sus amoríos y durarón todo el verano.

-Es un enamoramiento ridículo -gorjeaban las otras golondrinas-. Ese Junco es un pobretón y tiene realmente demasiada familia. Y emprendieron el vuelo.

Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos. Una vez que se fueron sus amigas, se sintío muy sola y empezó a cansarse de su amante.

-No sabe hablar -decía ella-. Y además temo que sea inconstante porque coquetea sin cesar con la brisa. Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa, el Junco multiplicaba sus más graciosas reverencias.

-Veo que es muy casero -murmuraba la Golondrina-. A mí me gustan los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar conmigo.

-¿Quieres seguirme? -preguntó por último la Golondrina al Junco.

Pero el Junco movió la cabeza. Estaba demasiado atado a su hogar.

-¡Te has burlado de mí! -le gritó la Golondrina-. Y se fue volando

Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad.

-¿Dónde me alojaré? -se dijo-. Supongo que la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme. Entonces divisó la estatua.

-Voy a cobijarme allí -gritó- El sitio es bonito. Hay mucho aire fresco. Y se dejó caer precisamente en medio los pies del Príncipe Feliz.

-Tengo una habitación dorada –murmuro para sí mirando alrededor y se preparó para dormir.

Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, le cayó encima una pesada gota de agua.

-¡Qué curioso! -exclamó-. No hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡y sin embargo llueve! El clima del norte de Europa es verdaderamente extraño. Al Junco le gustaba la lluvia; pero en él era puro egoísmo.

Entonces cayó una nueva gota.

-¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? -dijo la Golondrina-. Voy a buscar un buen copete de chimenea. Y se dispuso a volar más lejos.

Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota. Entonces levantó la cabeza y vio... ¡Ay, lo que vio!

Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro. Su rostro era tan bello a la luz de la luna, que la Golondrinita sintióse llena de piedad.

-¿Quién eres? -dijo.

-Soy el Príncipe Feliz.

-Entonces, ¿por qué lloras de ese modo? -preguntó la Golondrina-. Me has empapado.

-Cuando estaba vivo y tenía un corazón humano -contesto la estatua-, no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así morí y ahora que estoy muerto me han elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades y todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más recurso que llorar.

«¡Cómo! ¿No es de oro puro?», pensó la Golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado bien educada para hacer ninguna observación en voz alta sobre las personas.

-Allá lejos -continuó la estatua con su voz baja y musical- en una callejuela, hay una pobre vivienda. Una de sus ventanas está abierta y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro está enflaquecido y ajado. Tiene las manos hinchadas y enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque es costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el próximo baile de corte, la más bella de las damas de honor de la Reina. Sobre un lecho, en el rincón del cuarto, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle más que agua del río. Por eso llora. Golondrina, Golondrinita, ¿no quieres llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal, y no me puedo mover.

-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mis amigas revolotean de aquí para allá sobre el Nilo y charlan con los grandes lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del Gran Rey. El mismo Rey está allí en su caja de madera, envuelto en una tela amarilla y embalsamado con sustancias aromáticas. Tiene una cadena de jade verde pálido alrededor del cuello y sus manos son como unas hojas secas.

-Golondrina, Golondrina, Golondrinita - dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás conmigo una noche y serás mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y tanta tristeza la madre!

-No me gustan los niños -contestó la Golondrina-. En el verano último, cuando vivía yo a orillas del río, dos muchachos mal educados, los hijos del molinero, no paraban un momento en tirarme piedras. Claro es que no me alcanzaban. Nosotras las golondrinas volamos demasiado bien para eso y además yo pertenezco a una familia célebre por su agilidad; mas, a pesar de todo, era una falta de respeto.

Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste que la Golondrinita se quedó apenada.

-Mucho frío hace aquí -le dijo-; pero me quedaré una noche más y seré tu mensajera.

-Gracias, Golondrinita -respondió el Príncipe.

Entonces la Golondrinita sacó el gran rubí de la espada del Príncipe y, llevándolo en el pico, voló sobre los tejados de la ciudad.

Pasó sobre la torre de la catedral, donde había unos ángeles esculpidos en mármol blanco. Pasó sobre el palacio real y oyó la música de baile. Una bella muchacha apareció en el balcón con su novio.

-¡Qué hermosas son las estrellas -dijo- y qué poderosa es la fuerza del amor!

-Querría que mi vestido estuviese acabado para el baile oficial -respondió ella-. He mandado bordar en él unas pasionarias ¡pero son tan perezosas las costureras!

Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el gueto y vio a los judíos viejos negociando entre ellos y pesando monedas en balanzas de cobre.

Al fin llegó a la pobre vivienda y echó un vistazo dentro. El niño se agitaba febrilmente en su camita y su madre habíase quedado dormida de cansancio. La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran rubí sobre la mesa, al costado del dedal de la costurera. Luego revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando con sus alas la cara del niño.

-¡Qué fresco más dulce siento! -murmuró el niño-. Debo estar mejor. Y cayó en un delicioso sueño.

Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.

-Es curioso -observa ella-, pero ahora casi siento calor, y sin embargo, hace mucho frío.

Y la Golondrinita empezó a reflexionar y entonces se durmió. Cuantas veces reflexionaba se dormía. Al despuntar el alba voló hacia el río y tomó un baño.

-¡Notable fenómeno! -exclamó el profesor de ornitología que pasaba por el puente-. ¡Una golondrina en invierno! Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un periódico local. Todo el mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras que no se podían comprender!...

-Esta noche parto para Egipto -se decía la Golondrina.

Y sólo de pensarlo se ponía muy alegre. Visitó todos los monumentos públicos y descansó un gran rato sobre la punta del campanario de la iglesia. Por todas parte adonde iba piaban los gorriones, diciéndose unos a otros:

-¡Qué extranjera más distinguida!

Y esto la llenaba de gozo. Al salir la luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz.

-¿Tienes algún encargo para Egipto? -le gritó-. Voy a emprender la marcha.

-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás otra noche conmigo?

Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mañana mis amigas volarán hacia la segunda catarata. Allí el hipopótamo se acuesta entre los juncos y el dios Memnón se alza sobre un gran trono de granito. Acecha a las estrellas durante la noche y cuando brilla Venus, lanza un grito de alegría y luego calla. A mediodía, los rojizos leones bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos más atronadores que los rugidos de la catarata.

-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles y en un vaso a su lado hay un ramito de violetas marchitas. Su pelo es negro y rizoso y sus labios rojos como granos de granada. Tiene unos grandes ojos soñadores. Se esfuerza en terminar una obra para el director del teatro, pero siente demasiado frío para escribir más. No hay fuego ninguno en el aposento y el hambre le ha rendido.

-Me quedaré una noche más contigo -dijo la Golondrina, que tenía buen corazón-. ¿Debo llevarle otro rubí?

-¡Ay! No tengo más rubíes -dijo el Príncipe-. Mis ojos es lo único que me queda. Son unos zafiros rarisimos traídos de la India hace un millar de años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, se comprará alimento y combustible y concluirá su obra.

-Amado Príncipe -dijo la Golondrina-, no puedo hacer eso. Y se puso a llorar.

-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te pido.

Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la buhardilla del estudiante. Era fácil penetrar en ella porque había un agujero en el techo. La Golondrina entró por él como una flecha y se encontró en la habitación. El joven tenía la cabeza hundida en las manos. No oyó el aleteo del pájaro y cuando levantó la cabeza, vio el hermoso zafiro colocado sobre las violetas marchitas.

-Empiezo a ser estimado -exclamó-. Esto proviene de algún rico admirador. Ahora ya puedo terminar la obra. Y parecía completamente feliz.

Al día siguiente la Golondrina voló hacia el puerto. Descansó sobre el mástil de un gran navío y contempló a los marineros que sacaban enormes cajas de la cala tirando de unos cabos.

-¡Elevenla! -gritaban a cada caja que llegaba al puente.

-¡Me voy a Egipto! -les gritó la Golondrina. Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz.

-He venido para deciros adiós -le dijo.

-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -exclamó el Príncipe-. ¿No te quedarás conmigo una noche más?

-Es invierno -replicó la Golondrina- y pronto estará aquí la nieve glacial. En Egipto calienta el sol sobre las palmeras verdes. Los cocodrilos, acostados en el barro, miran perezosamente a los árboles, a orillas del río. Mis compañeras construyen nidos en el templo de Baalbeck. Las palomas rosadas y blancas las siguen con los ojos y se arrullan. Amado Príncipe, tengo que dejaros, pero no os olvidaré nunca y la primavera próxima os traeré de allá dos bellas piedras preciosas con que sustituir las que disteis. El rubí será más rojo que una rosa roja y el zafiro será tan azul como el océano.

-Allá abajo, en la plazoleta -contestó el Príncipe Feliz-, tiene su puesto una niña vendedora de cerillas. Se le han caído las cerillas al arroyo, estropeándose todas. Su padre le pegará si no lleva algún dinero a casa, y está llorando. No tiene ni medias ni zapatos y lleva la cabecita al descubierto. Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no le pegará.

-Me quedaré una noche más contigo -dijo la Golondrina-, pero no puedo arrancarte el único ojo que tienes porque entonces quedaras totalmente ciego.

-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te mando.

Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe y emprendió el vuelo llevándoselo. Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la joya en la palma de su mano.

-¡Qué bonito cristal! -exclamó la niña, y corrió a su casa muy alegre.

Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe.

-Ahora eres ciego- le dijo- de modo que me quedaré contigo para siempre.

-No, Golondrinita -dijo el pobre Príncipe-. Tienes que ir a Egipto.

-Me quedaré contigo para siempre – insistío la Golondrina. Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente se colocó sobre el hombro del Príncipe y le contó lo que había visto en países extraños. Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del Nilo y pescan a picotazos peces de oro; de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que caminan lentamente junto a sus camellos, pasando las cuentas de unos rosarios de ámbar en sus manos; del rey de las montañas de la Luna, que es negro como el ébano y que adora un gran bloque de cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y a la cual están encargados de alimentar con pastelitos de miel veinte sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un gran lago sobre anchas hojas aplastadas y están siempre en guerra con las mariposas.

-Querida Golondrinita -dijo el Príncipe-, me cuentas cosas maravillosas, pero más maravilloso aún es lo que soportan los hombres y las mujeres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela por mi ciudad, Golondrinita, y dime lo que veas.

Entonces la Golondrinita voló por la gran ciudad y vio a los ricos que se festejaban en sus magníficos palacios, mientras los mendigos estaban sentados a sus puertas. Voló por los barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían de hambre, mirando con apatía las calles negras. Bajo los arcos de un puente estaban acostados dos niñitos abrazados uno a otro para calentarse.

-¡Qué hambre tenemos! -decían.

-¡No se puede dormir aquí! -les gritó un guardia. Y se alejaron bajo la lluvia.

Entonces la Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había visto.

-Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe-; despréndelo hoja por hoja y dáselo a mis pobres. Los hombres creen siempre que el oro puede hacerlos felices.

Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza. Hoja por hoja lo distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños se tornaron nuevamente sonrosadas y rieron y jugaron por la calle.

-¡Ya tenemos pan! -gritaban.

Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo. Las calles parecían empedradas de plata por lo que brillaban y relucían. Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal, pendían de los tejados de las casas. Todo el mundo se cubría de pieles y los niños llevaban gorritos rojos y patinaban sobre el hielo.

La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe: le amaba demasiado para hacerlo.

Picoteaba las migas a la puerta del panadero cuando éste no la veía, e intentaba calentarse batiendo las alas.

Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez más sobre el hombro del Príncipe.

-¡Adiós, amado Príncipe! -murmuró-. Permiteme que te bese la mano.

-Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina -dijo el Príncipe-. Has permanecido aquí demasiado tiempo. Pero tienes que besarme en los labios porque te amo.

-No es a Egipto adonde voy a ir -dijo la Golondrina-. Voy a ir a la morada de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad?

Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies.

En el mismo instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua, como si se hubiera roto algo.

El hecho es que la coraza de plomo se habla partido en dos. Realmente hacia un frío terrible.

A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta con dos concejales de la ciudad. Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua.

-¡Dios mío! -exclamó-. ¡Qué andrajoso parece el Príncipe Feliz!

-¡Sí, está verdaderamente andrajoso! -dijeron los concejales de la ciudad, que eran siempre de la opinión del alcalde.

Y levantaron ellos mismos la cabeza para mirar la estatua.

-El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos, ni es dorado -dijo el alcalde- En resumidas cuentas, que está lo mismo que un pordiosero.

-¡Lo mismo que un pordiosero! -repitieron a coro los concejales.

-Y tiene a sus pies un pájaro muerto -prosiguió el alcalde-. Realmente habrá que promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que mueran aquí.

Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para aquella idea.

Entonces fue derribada la estatua del Príncipe Feliz.

-¡Al no ser ya bello, de nada sirve! -dijo el profesor de estética de la Universidad.

Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde reunió al Concejo en sesión para decidir lo que debía hacerse con el metal.

-Podríamos -propuso- hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.

-O la mía -dijo cada uno de los concejales. Y acabaron disputando.

-¡Qué cosa más rara! -dijo el oficial primero de la fundición-. Este corazón de plomo no quiere fundirse en el horno; habrá que tirarlo como desecho.

Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina muerta.

-Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad -dijo Dios a uno de sus ángeles.

Y el ángel se llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.

-Has elegido bien -dijo Dios-. En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz me ensalzará.